Lidia Falcón: Y de la República, ¿qué?

El 3 de junio se celebró en Madrid el V Encuentro de la Junta Estatal Republicana. Representados estaban el Partido Feminista de España, el Partido Comunista de España, el Partido Comunista Marxista leninista, las Juventudes Comunistas, Izquierda Republicana, la Plataforma Republicana de Málaga que portaba un saludo de Andalucía Republicana, organización en la que las ocho provincias se han unido, la Plataforma Republicana de León, la organización republicana del País Vasco y del exilio español en el sur de Francia. Se sumaron otras asambleas y organizaciones hasta contar treinta.
Los medios de comunicación nos ignoraron olímpicamente. No merecíamos ni una línea impresa ni un segundo televisivo. Y sin embargo éramos más que los que asistieron al Pacto de San Sebastián el 17 de agosto de 1930, que sumaban 7 partidos, amén de los ilustres Indalecio Prieto, Felipe Sánchez Román y Eduardo Ortega y Gasset que participaron a título personal. Ciertamente los nombres de Manuel Azaña, Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz, Ángel Galarza, Niceto Alcalá-Zamora, Miguel Maura y Santiago Casares Quiroga, que estuvieron allí, por citar los más relevantes políticos del momento que fueron más tarde protagonistas de los gobiernos republicanos, tenían un peso que sin duda los medios de comunicación no nos atribuyen a los que seguimos reivindicando la República.

Pero que nadie se llame a engaño, de no haberse sumado al Pacto el PSOE y la UGT en octubre de 1930, y con el fracaso de la sublevación de Jaca el 12 de diciembre de 1930 que condenó al fusilamiento a los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández, el éxito republicano de las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 hubiera sido imposible.
Ochenta y seis años más tarde no es posible reproducir los mismos acontecimientos. Ni la España de 1930 es la de 2017 ni la mayoría de los partidos políticos de la época han sobrevivido ni salimos de una dictadura como la de Primo de Rivera. Esta circunstancia se dio en 1975 y la desaprovechamos. Como también la oportunidad que se nos brindó en 2014 cuando abdicó Juan Carlos.
Pero el partido con más solera de la escena política española, el PSOE, está vivo en la actualidad, y a pesar de sus dificultades actuales sigue siendo importante en la presente composición del Parlamento y en la continuidad del gobierno. Con él y el recién surgido Podemos conforman una fuerza determinante tanto en las instituciones como en las movilizaciones sociales y electorales. Y ninguno de los dos se compromete con la República. Como tampoco lo hacen ni Comisiones Obreras ni la Unión General de Trabajadores.
Solamente la cortedad de miras y la cobardía de los dirigentes de esas formaciones políticas y sindicales explican esa postura. Los dos partidos, hermanados en esta cuestión a pesar de lo mucho que se detestan y de la escenificación que Iglesias hace continuamente para desmarcarse de la línea ideológica y de la estrategia del PSOE, han concluido –se supone que tras arduos análisis- que el pueblo español no es republicano y que en consecuencia no es oportuno reclamar la III República.
Contando los votos que pueden obtener, como los avaros cuentan sus doblones de oro en los sótanos de sus comercios, tanto Pedro Sánchez como Pablo Iglesias huyen como del diablo de introducir la proclamación de la III República en sus reclamaciones y programas electorales. Pero a veces esas cuentas tan estrechas, tan mezquinas como las transacciones mercantiles de los tenderos de comestibles, no corresponden a los beneficios reales que pudieran obtener sumándose a las fuerzas republicanas.
De la misma manera que las cuentas que daban a Susana Díaz como ganadora contra Pedro Sánchez, y las que Iglesias se atribuía en las elecciones del 16 de junio, los resultados no correspondieron a los análisis de los entendidos ni a los que tan felizmente se prometían. Porque, como ya he expuesto en otro artículo, las bases y los votantes de esos partidos están siempre más a la izquierda que sus dirigentes. Si éstos fueran más inteligentes se preguntarían por qué el PSOE ha perdido cinco millones de votos desde 2011 y por qué la coalición Unidos Podemos dejó en el camino desde diciembre de 2015 a junio de 2016, un millón doscientos mil. Así mismo, el Partido Comunista de España se hundió cuando aceptó la monarquía.
El pueblo español, aplastado por la victoria del fascismo y anulado durante 40 años de dictadura, tarda todavía en reaccionar, pero lo hace. Lo hizo en las sucesivas huelgas, manifestaciones, asambleas y batallas que libró bravamente durante el franquismo; mantuvo las luchas en la Transición, gracias a lo cual los pactos del poder no fueron más lesivos para los trabajadores y las mujeres, y se sublevó nuevamente el 15M. Y lentamente, pero imparable, está rechazando las torvas maniobras del PSOE con el capital y sus medidas de explotación de los trabajadores y se empieza a mostrar descontento y desilusionado con los planteamientos de Podemos.
Porque este pueblo quiere, exige, cambios radicales en la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo, desmontar definitivamente el Patriarcado que nos asesina a las mujeres, abandonar de una vez la organización criminal OTAN, y dejar de sostener económica y políticamente a una Iglesia que cada vez tiene menos adeptos. Y esas transformaciones imprescindibles para que en España realmente hubiera democracia y se comenzara a implantar un más justo reparto de la riqueza solamente se pueden alcanzar proclamando la III República. Y eso también lo sabe la mayoría del pueblo español.
Ya no es un secreto que Adolfo Suárez no se atrevió a convocar un referéndum sobre monarquía o república en 1976 porque los análisis de opinión dijeron que únicamente el 6% de la ciudadanía era monárquica. Cuando los escándalos de la conducta del rey Juan Carlos comenzaron a aflorar, el CIS, esa institución al servicio del poder oligárquico y no del Estado, dejó de introducir en sus preguntas la fidelidad de los españoles a la Corona.
Ciertamente la operación de descarada propaganda para prestigiar al nuevo rey, a que se dedican todos los medios de comunicación dominantes, puede haber hecho subir la afición a la monarquía de algún sector social, deslumbrado por los fastos reales: los trajes de la reina Leticia, su participación en ciertos actos benéficos –pocos por cierto-, las fiestas y conmemoraciones militares. Pero no atrae ni a los viejos veteranos que todavía votamos, ni al electorado de menos de 40 años, que juzga con rechazo los gastos de la familia real, la entrañable amistad de Felipe VI con los sátrapas tiránicos de Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Marruecos; su apoyo a un ejército, que siguiendo instrucciones de EEUU, es cómplice de las agresiones militares en Oriente Medio; su beatería a una Iglesia que ha sido cómplice de la dictadura y que sigue lanzando consignas y mensajes misóginos y homófobos; y que se siente humillado y explotado por las medidas económicas y la corrupción de las clases oligárquicas que apoyan la monarquía.
Los cálculos maquiavélicos que hacen las cúpulas del PSOE y de Podemos sobre la fidelidad de los votantes a la monarquía, pueden ser un suflé que se desinflaría cuando se decidieran a apoyar decididamente la proclamación de la III República, y comprobaran que, como en otros siglos, la mayoría del pueblo español es republicana.
Pero eso sólo lo sabrían cuando lo hicieran y hay que tener más valor del muestran los pusilánimes y conspirativos Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, que con su rechazo a constituir definitivamente el Frente Popular que nos traiga la República, frustrarán también sus expectativas de gobernar. Y con ellas a la mayoría de las mujeres y los hombres de esta castigada España.
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