La ilegalización del comunismo y el melón de Schrödinger

Fernando Hernández Sánchez

Según los principios de la mecánica cuántica, si encerramos a un gato en un cubículo con una carga de gas venenoso cuya liberación se activa mediante un dispositivo con una sola partícula radiactiva que puede desintegrarse en la mitad de los casos, la probabilidad de que el dispositivo funcione y el gato esté muerto es de una contra dos, lo mismo que la de que el dispositivo no se haya disparado y el gato esté vivo. En términos vulgares, mientras no se abra la caja el gato puede estar vivo o muerto a la vez. No lo sabremos hasta proceder a su apertura.

En los últimos tiempos, el emergente líder de una de las facciones de la derecha —todavía está por ver con qué porcentaje de éxito— ha efectuado una aportación novedosa a la paradoja de Erwin Schrödinger: que es posible abrir el melón de la ilegalización de los comunistas y que el resto del fruto guardado en la nevera continúe teniendo la apariencia rozagante de una democracia. Una contribución, qué duda cabe, a la altura de su trayectoria académica.

A un líder de granja, criado en la cautividad del escalafón desde su eclosión hasta la madurez —en términos hortícolas—, resulta ilusorio exigirle amplitud de cultura política. Es ya casi una ley universal que, si en la izquierda se dan por amortizados los tiempos de un Jaurés, un Attle, un Togliatti o un Brandt, en los mares de estribor tampoco merece la pena perderlo buscando a un Adenauer, un Andreotti, un Havel o un De Gaulle.

Máxime cuando el partido al que pertenece nuestro hombre no formó parte nunca del consenso antifascista vencedor de la Segunda Guerra Mundial: mientras los ancestros de sus referentes europeos combatieron en Dunkerke o en Omaha Beach, los del reaccionarismo español lo hicieron en Krasni Bor. No hay comparación posible.

Solo, por tanto, desde la más profunda de las ignorancias autocomplacientes se puede postular, siquiera retóricamente, la ilegalización, de los comunistas españoles para eludir la condena a una dictadura franquista que todavía nutre el imaginario de una parte no despreciable del electorado de un partido que no duda en proclamarse campeón del constitucionalismo beligerante. Otra aparente paradoja para cuya refutación bastaría comparar qué le debe la actual democracia española a unos y a otros.

HERENCIAS

En 1970, Franco se había instalado felizmente en la caquexia y caminaba inexorablemente hacia la extinción. El Partido Comunista de España (PCE), la fuerza política con mayor implantación de la oposición formuló en su VIII Congreso los principios básicos del Pacto por la Libertad:“El Partido Comunista de España preconiza una alternativa democrática que dé a la actual situación una salida en interés de las masas populares y facilite a la vez, una convergencia entre las fuerzas de diverso signo interesadas en poner fin a la dictadura, sobre bases muy amplias, que no prejuzguen ni el régimen político ni las transformaciones sociales futuras, dejando estas cuestiones para su solución en un marco democrático […] Los puntos esenciales de convergencia posible que el Partido Comunista de España ha venido destacando son los siguientes:

1º Un Gobierno Provisional de amplia coalición.

2° Amnistía total para los presos y exiliados políticos.

3° Libertades políticas sin ninguna discriminación.

4° Reconocimiento de la personalidad nacional especifica de Catalunya, Euskadi y Galicia, mediante la aplicación provisional de los Estatutos de Autonomía puestos en vigor o plebiscitados en los años 30. Autonomía para las regiones.

5º Elecciones libres a Cortes Constituyentes que decidirán el futuro régimen político de España”.

No debía ser un proyecto tan descabellado cuando gentes de muy diversos horizontes, desde Manuela Carmena a Eduard Punset —por no citar a algunos actuales portavoces de la extrema derecha mediática— militaron o se subieron durante un trayecto más o menos largo a los vagones de lo que denominaron “el Partido” por antonomasia. Quizás les pareciera un proyecto de país más presentable que el que defendía el tonante caudillo de Alianza Popular, la placa petri en la que se cultivó el actual PP, en su congreso inaugural en 1976:

“Las excesivas condiciones a actitudes revanchistas, erosionantes de la paz y el orden, y disgregadoras de la integridad nacional, están creando un clima de confusión […] Crece la sensación de inseguridad. Deterioro del orden público, innecesaria aceptación de ideas rupturistas, predominio de actitudes permisivas y en exceso preocupadas por opiniones internas o externas más aparentes que reales […] No admitimos que quienes han contribuido poco o nada al desarrollo español de las últimas décadas pretendan enjuiciar al país entero desde una actitud gratuita. Rechazamos toda ruptura y exigimos respeto para la obra de un pueblo durante casi medio siglo […] Admitimos sin reservas la pluralidad de opciones; sólo nos opondremos a la legalización de los grupos comunistas, terroristas o separatistas, que atenten contra el Estado español, y que no respeten las reglas del juego democrático”.

Cinco de sus dieciséis diputados acabarían votando en contra del proyecto de Constitución de 1978 y tres se abstendrían. Sus epígonos se opusieron en principio a las autonomías y se manifestaron contra el divorcio, contra la escuela laica y contra el matrimonio igualitario con tanta energía como hoy rechazan las leyes de memoria o el derecho a decidir.

La democracia del 78, tal como la conocemos, se construyó avanzando sobre los obstáculos interpuestos por quienes ahora se presentan como los más genuinos preservadores de sus esencias. En realidad, no ha habido norma reformista de profundo calado social que no haya debido contender para su aplicación contra su criterio excluyente y su falta de colaboración leal. La democracia española ha demostrado, como los felinos, tener siete vidas.

EL MELÓN DE SCHRÖDINGER

El rechazo de la condena al franquismo en el Senado sin la contrapartida de una execración legal del comunismo es, por tanto, un eslabón más en una larga cadena de comportamientos que sitúan al Partido Popular en una posición alejada del liberal-conservadurismo europeo y lo aproximan a la galaxia de los Orban y los Salvini, al reaccionarismo polaco y al populismo xenófobo escandinavo. Máxime en tiempos de búsqueda de un hueco en el espacio de la derecha, cada vez más disputado por la irrupción de nuevos y viejos, muy viejos, concurrentes.

Los actuales dirigentes del PCE acudieron con urgencia a dar el grito de alarma. Y no han faltado, desde ámbitos no necesariamente afines, voces escandalizadas por la propuesta de devolución a la clandestinidad de un partido que recobró el derecho a respirar tras la impresionante manifestación de duelo por los abogados de Atocha, uno de los lugares de memoria en que se condensa simbólicamente la refundación democrática del presente. Es así porque la propuesta del PP no afecta solo a los comunistas: interpela a todos los demócratas.La hipotética situación planteada no se puede equiparar a las anteriores prohibiciones del PCE. No se trataría de su proscripción por parte de dos dictaduras militares, sino por una democracia que pretendería actuar por mor del rechazo equidistante de los totalitarismos y seguir conservando la apariencia de ser una democracia. La historia tiene sus precedentes. Ya se intentó en tiempos de la Guerra Fría. El 4 de enero de 1957, el equipo de investigación sobre comunismo internacional —Senior Research Staff on International Communism— de la CIA hizo circular un extenso informe titulado: “Estatus legal vs. Ilegal: Algunas consideraciones respecto a la ilegalización del partido comunista”.

Partiendo del hecho históricamente contrastado de que los partidos comunistas no cesaban en su actividad subversiva cuando eran puestos fuera de la ley, sostenía la inteligencia americana, resultaba difícil proceder a la ilegalización del comunismo sin una ley específica que delimitase con precisión el objeto político a reprimir para no poner en riesgo a otros grupos de oposición no comunistas. Sin olvidar cuestiones objetivas, como el prestigio adquirido por los comunistas en la resistencia, las aspiraciones de los campesinos a la reforma agraria, de los trabajadores industriales a mejoras en el nivel de vida y de los intelectuales al libre ejercicio de la crítica, había que sopesar si los gobiernos estaban dispuestos a dar un paso que encontraría una significativa oposición en sus opiniones públicas y si estaban capacitados para implementar todas las medidas necesarias hasta sus últimas consecuencias.

La ilegalización del comunismo hacía preciso coordinar sin fisuras todos los poderes de Estado: el legislativo, para implementar las leyes necesarias; la policía, para ejecutar las medidas prescritas; y los tribunales, para imponer las penas. Sería necesario purgar de comunistas la administración, las empresas estratégicas, las escuelas, los sindicatos. Habría que investigar a fondo las posibles organizaciones-tapadera bajo las que los comunistas buscarían continuar con sus actividades, rastrear toda fuente de propaganda —periódicos, emisoras, panfletos, libros—, monitorizar los movimientos de los sospechosos de acometer la reorganización, sus viajes domésticos y al extranjero.

El Estado debería estar dispuesto a vigilar no solo a los activistas, sino a los simpatizantes, a los compañeros de viaje, a los aliados circunstanciales. Y debería contar, además, con un apoyo continuado y sin fisuras de la opinión pública, difícil de mantener cuando se cruzasen en las preocupaciones de la vida cotidiana otras emergencias, como el coste de la vida o la corrupción política, momento en que el anticomunismo impostado podía aparecer como un recurso diversivo.

Los gobiernos que se planteasen la ilegalización de los partidos comunistas, en definitiva, deberían preguntarse si estaban capacitados para responder afirmativamente a todas y cada una de las anteriores cuestiones. Para una dictadura, ninguna de ellas constituía un problema; para una democracia, sí.

Solo a un partido con un ADN autoritario, capaz de proponer la ilegalización de ideologías y organizaciones rivales al tiempo que hace circular por sus redes sociales el entusiasmo por controlar al poder judicial “desde detrás” se le podía ocurrir tal despropósito. Si lo lograse, no solamente sería nefasto para la rodaja del melón que resultase cortada. La célebre letanía de los versos de Martin Niemöller (Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada…) pendería sobre las cabezas de todos. No hay que recurrir a la paradoja Schrödinger para tener la certeza de que todo melón empezado a medias y depositado en la nevera acaba inexorablemente por echarse a perder. La democracia amputada no puede seguir viva y muerta al mismo tiempo. Ni, pese a su proverbial vitalidad, los gatos.

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