Juan Carlos I: Del “borboneo” al golpismo.

         En la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 el rey Borbón, en un alarde de felonía, egoísmo y total abuso del estatus personal e institucional que la Constitución española le confería, tuvo la osadía de asumir el rol de “salvador de la democracia española” tras traicionar a sus fieles edecanes palaciegos que habían organizado bajo sus órdenes el falso golpe militar que le salvó in extremis de las iras de los generales franquistas.          A comienzos del emblemático año 1981 la corona española que cernía sobre sus sienes Juan Carlos de Borbón, nombrado por Franco heredero suyo a título de rey, se tambaleaba peligrosamente.  El enfrentamiento soterrado entre dos clanes militares de alto nivel, uno, antimonárquico furibundo, formado por los cinco capitanes generales más poderosos del Ejército español (convertidos desde el año 1975 en sus irreconciliables enemigos tras su “traición” al Ejército y al pueblo español entregando la antigua provincia española del Sahara Occidental a Marruecos en 1975 en connivencia con los EEUU de Norteamérica organizadora de la famosa Marcha Verde), que preparaba un macro golpe contra la monarquía borbónica para el 2 de mayo de 1981, y el otro, juancarlista, apoyado por los cuatro capitanes generales restantes… llevó al monarca español a movilizar a sus generales de cámara (Armada y Milans del Bosch) para desactivar dicha amenaza como fuera. Tal encargo regio derivaría enseguida en un precipitado, rocambolesco, caótico y chapucero autogolpe borbónico “bautizado” por la prensa afín al régimen y por el aparato del poder como “el movimiento involucionista del 23-F” que, curiosamente, ante la credulidad ciega del pueblo español, elevaría al golpista real, Juan Carlos I, a los altares de la valentía personal y la defensa a ultranza de la democracia y el Estado de derecho. Cuando la absoluta realidad y la verdad histórica desvelada tras largos años de profundos estudios por parte del historiador que suscribe es más bien otra muy diferente: “De salvación de la democracia y de las libertades de todos los españoles no hubo nada de nada en la traicionera y egoísta acción del  Borbón el 23 de febrero de 1981, todo fue una peligrosísima y chapucera maniobra institucional suya (un “borboneo” clásico e histórico), que pudo derivar en un nuevo enfrentamiento armado en este país con miles de muertos, para salvar su corona y su persona de las iras de los jerarcas castrenses franquistas que habiendo transigido en principio con su designación por ser deseo de Franco no estaban en absoluto de acuerdo con el nuevo camino político emprendido por España reconociendo como nuevos actores democráticos a los partidos de izquierda derrotados en la guerra civil.

         Mucho se ha hablado y escrito en este país a lo largo de los años sobre aquél malhadado “golpe involucionista del 23-F”, de febrero de 1981, que, según los órganos de poder de la época y los medios de información estatales y paraestatales, fue protagonizado por “elementos militares y civiles nostálgicos del anterior régimen” y que sería frenado en seco y desactivado en muy pocas horas gracias a la heroica y patriótica intervención del rey Juan Carlos I. 

         Numerosos periodistas, comentaristas de radio y televisión, historiadores de medio pelo y especialistas en arrimar ascuas a la sardina monárquica postfranquista, no tendrían el más mínimo rubor en esparcir a los cuatro vientos y a otros tantos puntos cardinales de la geografía nacional, en artículos periodísticos, radiofónicos, televisivos y libros de todos los tamaños y precios… tal especie hagiográfica salvadora de la democracia y las libertades de todos los españoles sobre el nuevo rey  Borbón que el dictador Franco, obedeciendo escrupulosamente el natural mandato de sus testículos, había decidido colocar en la cúspide del Estado español Y menos mal que al sátrapa gallego sus escasas neuronas y su esquelético currículo intelectual no le sugirieron que, efectivamente, el teniente Juanito debía ser su heredero en la jefatura del Estado español pero no a título de rey sino a otro un pelín superior como podía ser el de “emperador de Europa” (para que pudiera aspirar en su día a la corona de un nuevo “Sacro Imperio Germánico” o a llevar el apellido Bonaparte que mola mucho más que el de Borbón ), el  de “dios de la patria” para que ya nadie en España pudiera cuestionar su  divino reinado o el muy honorífico pero de muy importante valor añadido bajo el punto de vista sexual, de “Sultán de Al Andalus”, El Algarbe, Tunicia y Marruecos”, con derecho de pernada, eso sí, sobre cualquier mujer que osara  acercarse a su bragueta real a menos de metro y medio y sin mascarilla.

         Pues, efectivamente, como acabo de poner negro sobre blanco en abultados caracteres en la introducción del presente artículo (a ver si el personal hispánico se entera de una puñetera vez ahora que todo el mundo sabe ya que el denominado “emérito” es un sinvergüenza como la copa de un pino), lo del golpe involucionista del llamado coloquialmente 23-F (lo he repetido ya mil veces pero es igual, yo sigo) no fue un golpe militar ni nada parecido sino una maniobra institucional borbónica nerviosa y mal planificada, un “borboneo” a calzón quitado y con sus intervinientes y planificadores actuando, además, en “modo pánico” porque como verá enseguida el lector la cosa no pintaba nada bien en enero de 1981 para la corona española ya que los capitanes generales franquistas con más poder se preparaban a marchas forzadas para su acción antimonárquica… Un 23-F, como digo, fraguado, organizado, estudiado y autorizado desde el palacio de La Zarzuela aunque, evidentemente, antes de finalizar tan ilegal evento su supremo gestor, el rey, el muy traidor, sin soltar para nada aquello tan manido de “donde dije digo, digo Diego”… se permitió dejar a  sus dos generales de cámara a los que había movilizado para el mismo a los pies de los caballos, debiendo ambos asumir “voluntariamente” el papel de chivos expiatorios y recibiendo en pago de su trabajo una condena de treinta años de prisión militar. ¡Chapeau para el Borbón que encima quedó como dios! ¡Listo que es uno!    

         Pues dicho lo dicho, y leído el estúpido manifiesto de esos 70 vividores políticos del cuento juancarlista  que a día de hoy, con la que está cayendo en el tejado del Emérito, se han permitido lanzar a la opinión pública española, despreciando olímpicamente su inteligencia, no me queda más remedio que entrar de nuevo  en tan repetitivo asunto aunque sea en forma muy extractada para que no quede un solo ciudadano/a español/a que vuelva a poner cara de tonto cuando le pregunten por el mismo y, además, para que  no pueda salir ya a la palestra ningún otro caradura y “ex” de la política española haciendo hagiografía barata del moribundo sistema monárquico borbónico apoyándose una vez más en el consabido y desgastado mantra del “rey salvador de la democracia”. Y para ello nada mejor que rescatar de uno de mis libros lo que ya escribí en el año 2008 sobre este tema dentro de la Introducción a mi trabajo “La Conspiración de mayo”. Libro que después de un gran éxito inicial y comprarse con avidez y nerviosismo por parte de varios miles de presuntos lectores sería censurado ¡cómo no! por los sicarios del poder de turno, desapareciendo de las librerías como por arte de magia. Si, sí, por orden del poder “muy democrático” de la denominada “modélica transición española a la democracia” ¿Democracia española? ¿La del Borbón?  De risa, amigos celtibéricos…   

         Pues ahí va, amigo/a lector/a. Así escribía este modestísimo historiador que suscribe en el citado libro en el año 2008:

         “El día 2 de mayo de 1981, a diferencia de idéntica fecha de 1808 en la que un puñado de madrileños se echó a la calle en lucha desigual con el Ejército de ocupación francés, no ha pasado a la Historia con mayúsculas de este país. Afortunadamente. Aunque en la otra historia de España, en la que se escribe con minúsculas, en la desgraciada de las endémicas asonadas militares y los golpes de Estado más o menos cruentos, sí tuvo reservadas, y durante bastante tiempo, abundantes páginas en blanco para poder recoger en ellas uno de los terremotos castrenses más devastadores desde que el general Franco, en julio de 1936, se levantara en armas contra la II República. Seísmo castrense, político y social que, largamente preparado en los más altos despachos del Ejército de Tierra español de la época y con su epicentro en los cuarteles y Unidades militares más operativas del mismo, estaba previsto hiciera sentir todo su arrollador poder en la capital de la nación, Madrid, provocando, en esa emblemática fecha en la que 173 años antes los patriotas madrileños hicieran gala de un heroísmo sin límites, un cambio substancial en el devenir político de España.

        Efectivamente, en los reservados y supersecretos papeles del todavía Ejército franquista de la época estaba ya escrito con letras gruesas, al comienzo del mes de febrero de 1981 (la siniestra Directiva de Planeamiento que iba a poner en marcha la denominada por los golpistas “Operación Móstoles” se redactó a lo largo del otoño de 1980 y vio la luz definitiva el 13 de febrero de 1981) que en la madrugada del día 2 de mayo de tan fatídico año, a las 03,00 horas para ser exactos, como es costumbre en la práctica totalidad de los Ejércitos cuando, olvidándose de las leyes y de la lealtad que deben a sus conciudadanos, pretenden cambiar el orden político establecido en sus respectivos países,  miles de soldados apoyados por centenares de carros de combate, vehículos blindados, piezas de artillería y toda la parafernalia logística necesaria para mover semejante músculo militar, se pondrían en marcha desde sus campamentos y vivaques de maniobras repartidos por toda España (unas maniobras planificadas ad hoc) hacia la capital de la nación con la finalidad de cercarla a distancia y provocar en cuestión de horas la caída del Gobierno y de la Jefatura del Estado.        

         Pero, afortunadamente, como todos sabemos, ese fatídico golpe militar, ese nuevo “Alzamiento” de corte totalmente franquista, ese oscuro órdago castrense lanzado a la cara de las más altas instituciones del Estado español por parte de los más poderosos prebostes del Ejército español, no llegaría nunca a materializarse; sería abortado, parado, desmantelado, desactivado… antes de que pudiera pasar a la pequeña y desgraciada historia de este país. Y ello sería así no por la reacción unánime del pueblo español que, como siempre ocurre en estos casos, no se enteró de nada, sino ¡atento amigo lector! porque otro “golpe militar” se cruzó en su camino, este blando, institucional, palaciego, intramuros del sistema: el conocido popularmente como “23-F”, tachado desde el principio por los poderes públicos españoles de “intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen” y que en realidad solo fue una maniobra político-militar-institucional, nacida en los aledaños de la primera magistratura de la nación, para parar como fuera el tremendo peligro de mayo.

         En las páginas que siguen (estoy hablando en mi libro “La Conspiración de mayo publicado en 2009) y como absoluta primicia informativa que yo me atrevería a calificar de histórica puesto que este nuevo “Alzamiento Nacional”, planificado en su día por los más altos jerarcas de la extrema derecha franquista, ha constituido durante casi treinta años el secreto mejor guardado por el “gran mudo” castrense español, voy a presentar al lector con todo detalle cómo nació y como se preparó, estudió y organizó el golpe duro, “a la turca”, la gran apuesta golpista denominada “Operación Móstoles” dentro del gran movimiento de corte franquista (la Conjura de mayo) que empezó a gestarse dentro del Ejército tras la clandestina reunión de Játiva del otoño de 1977 y que viviría su climax a finales del otoño de 1980 y primeros meses de 1981. Estamos hablando, sin lugar a dudas, del más peligroso de cuantos episodios castrenses de tipo involucionista vivió la transición democrática española en su largo caminar desde la muerte de Franco.

        También incidiré de nuevo, por enésima y sin duda última vez, en el ya investigado y largamente tratado por mí en diferentes trabajos “23-F”; curioso, dramático y chapucero evento que, como acabo de exponer y espero que asuma definitivamente la sociedad española tras la publicación del presente libro, no tuvo nada de golpe militar (por lo menos a la antigua usanza) y fue planificado, preparado, coordinado y finalmente ejecutado por el propio régimen político de la transición para desactivar el golpe militar (este ya real y clásico) que lo amenazaba de muerte: el 2-M

        Y es que, vuelvo a insistir, dejando de lado cualquier otro condicionamiento, los sucesos desencadenados en España durante la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 nunca constituyeron en sí mismos un verdadero golpe militar. Los profesionales de las armas de este país lo supimos desde el primer momento porque, al margen de la información reservada o privilegiada de la que cada uno pudiera disponer en virtud de su destino o estatus personal, los parámetros tácticos, estratégicos, logísticos e, incluso, políticos, con los que se planificó, preparó, coordinó y ejecutó, no encajaban en absoluto con los mínimos exigidos en una operación de estas características (perfectamente conocidos y estudiados, por lo demás, en los centros militares de enseñanza de los Ejércitos del mundo entero) que, como es de general conocimiento, tienen por finalidad cambiar abrupta e ilegalmente el curso político de un Estado, sea de un signo u otro.

        Este falso golpe militar ideado por el general Armada (denominado incluso en la prensa oficial “Solución Armada”) tuvo desde el principio todas las singularidades, sobre todo para los profesionales de Estado Mayor destinados en la cúpula militar y en los Cuarteles Generales del Ejército en la época de su planificación inicial y posterior preparación operativa (otoño de 1980), de constituir una subterránea maniobra político-militar-institucional de altos vuelos con el fin de desactivar el inmenso peligro que para el sistema político instaurado en España en noviembre de 1975 representaba el todavía poderoso Ejército franquista, con la mayoría de sus capitanes generales conspirando en secreto contra el rey y contra la  “modélica” transición democrática protagonizada por el rey Juan Carlos y su acólito, el presidente Adolfo Suárez.

         Estas sospechas, y en mi caso y en el de muchos compañeros destinados en el Estado Mayor del Ejército y en altos puestos de la jerarquía castrense, absoluta certidumbre, fue el acicate personal que me empujó, en el otoño del año 1983, a iniciar una profunda investigación sobre éste y otros importantes hechos históricos relacionados con él, que se ha prolongado durante más de veinticinco años. Y de cuyas escandalosas conclusiones ya tiene plena constancia el país entero y las más altas instituciones del Estado (incluido el Congreso de los Diputados) a través de mis libros e informes personales y reservados.    

          Este libro que tiene en sus manos, amigo lector: LA CONSPIRACIÓN DE MAYO es, en cierta medida, un compendio o resumen de todos mis trabajos anteriores tanto sobre el histórico suceso que tuvo lugar en España el 23 de febrero de 1981 como sobre los principales episodios de raíz castrense que tuvieron una muy clara y flagrante vocación de representar un cambio profundo en el rumbo de la transición española. El más peligroso de todos ellos, el preparado para estallar el 2 de mayo de 1981 y que afortunadamente no llegó a ponerse marcha, ve la luz por primera vez en este país después de permanecer en los oscuros anaqueles del secreto militar casi treinta años. En sus páginas encontrará, desde luego, muchas informaciones ya publicadas por mí pero también, como digo, revelaciones inéditas y sensacionales sobre lo que preparaba la extrema derecha castrense para la primavera de 1981. Y que propició la reacción, sin duda inconveniente y rechazable, del rey Juan Carlos I. El fin, obviamente, no puede nunca justificar los medios empleados y en España, por muy difíciles que fueran las circunstancias políticas y sociales en aquellos tremendos meses del otoño de 1980, existían otros mecanismos legales y otras resoluciones de alto nivel acordes con el Estado de derecho, que debieron ser puestos en marcha antes de autorizar al “factótum” del palacio de La Zarzuela, el marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, don Alfonso Armada y Comyn, a idear, planificar, preparar, coordinar y finalmente ejecutar la sutil maniobra político-militar que debía salvar como fuera la monarquía borbónica y enderezar una transición democrática que, efectivamente, hacía agua por todas partes.           

        Y también he querido, como parte substancial de este mi último trabajo, reivindicar todo lo posible la denostada figura del teniente general Milans del Bosch (parte de mis conversaciones con él en la prisión militar de Alcalá de Henares ya fueron transcritas en uno de mis libros y las vuelvo a reproducir por su marcado interés en éste), sin duda el profesional de las armas más importante de la transición española, que desde la madrugada del 24 de febrero de 1981 sería tachado pública y judicialmente, siempre sin el debido conocimiento de causa, de golpista y traidor. Este veterano general (muy mayor ya cuando se desarrollaron los hechos que le llevarían a prisión por nada menos que treinta años), no quiso ser un nuevo dictador de España, un nuevo Franco, nunca fue ni lo uno ni lo otro. Y tampoco, “un golpista per se”, esto lo dice ¡ojo! un militar demócrata de toda la vida, que pasó muy malos momentos durante el franquismo y que, finalmente, se dejó la piel y su carrera luchando por modernizar y profesionalizar las Fuerzas Armadas españolas y para que los derechos humanos más elementales fueran por fin respetados en los cuarteles españoles.

         Yo, desde luego, nunca comulgué con las teorías autoritarias del general Milans del Bosch, ni con su visión “primorriverista” de la política española, ni con su acendrado monarquismo, ni con su visión de una España centralista y trasnochada que ya no tenía ningún futuro… pero lo que me contó en el invierno de 1990 en la soledad de una prisión castrense, enfermo, deprimido, abandonado por todos, en espera solo ya de una muerte digna… me impresionó para el resto de mi vida y jamás lo olvidaré. Aquel hombre, aquel carismático militar, aquel anciano que en su vida profesional siempre actuó con extrema dureza pero con honor y justicia, aún equivocado y después de cometer sin duda importantes errores, no se merecía aquello: el deshonor, la prisión, la soledad, el abandono por parte de todos… y, sobre todo, de su rey y señor. De esto último tuve puntual conocimiento a través de sus propias palabras, entrecortadas y tenues, en respuesta a unos comentarios míos muy críticos con la figura del monarca al que, basándome en mis investigaciones y en los claros indicios racionales de culpabilidad que de ellas se desprendían, le imputé en su presencia la responsabilidad máxima del 23-F y una despreciable deslealtad con sus subordinados:

        “Sí, coronel, tiene usted razón, el rey probablemente se asustó y abandonó precipitadamente el proyecto político en el que tanto Armada como yo llevábamos meses trabajando. Sí, sí, se puede afirmar que en cierta medida nos abandonó, nos traicionó. Y, como usted sabe, no sólo a nosotros sino a un puñado de buenos profesionales que arriesgaron sus vidas y sus carreras por él. Desde luego, aquel 23 de febrero de 1981 no fue un buen día ni para el Ejército, ni para España, ni para la Corona. Aunque debo decirle, en honor a la verdad, que pudo ser mucho peor si los altos mandos militares regionales involucrados en la operación de mayo (que recibieron las llamadas del rey para que permanecieran fieles a su persona) o los que desde el principio estábamos con el monarca, hubiéramos perdido los nervios. No fue así, afortunadamente, todos actuamos con responsabilidad y espíritu de sacrificio, aunque no cabe duda que algunas posturas personales eran en sí mismas rechazables e, incluso, ilegales. No obstante, al final la situación pudo recomponerse…”

        Efectivamente, amigo lector, gracias a la responsable actuación de este hombre  (el 23 de febrero de 1981, capitán general de Valencia al mando de una de las Divisiones de Intervención Inmediata más poderosas del Ejército español) que, lisa y llanamente, salvó a este país de una guerra civil al renunciar a cooperar con los golpistas de mayo a pesar de sus cantos de sirena, a la de muchos mandos intermedios de las Fuerzas Armadas y Guardia Civil que supieron permanecer fieles a las leyes y los reglamentos militares e, incluso, a la de altos responsables de los servicios secretos que tuvieron que hacer increíbles esfuerzos para adaptarse a una situación que cambiaba por momentos, pudo desactivarse la peligrosa pirueta borbónica ideada irresponsablemente para desmontar el peligroso órdago de los poderosos generales franquistas y que había puesto  a la nación, durante bastantes horas, al borde de una nueva confrontación armada. Como experto conocedor del Ejército y estudioso de todos los acontecimientos que éste protagonizó a lo largo de la transición española, tanto en la superficie de los hechos como en la profundidad de sus secretas tramas, prefiero no pensar ni un solo segundo, pero ni uno sólo, en lo que pudo pasar en este país durante la noche del 23-F y jornadas posteriores si el entonces laureado, envidiado, galardonado, jaleado por todos (incluso por el rey), endiosado por sus compañeros de profesión… capitán general de Valencia, don Jaime Milans del Bosch, tras darse cuenta del abandono real y harto de todos y de todo, desoye sus sutiles recomendaciones de marcha atrás, se viste la toga de Julio César y, sólo o acompañado de otros (los generales franquistas de mayo que le ofrecían su liderazgo), inicia una rápida marcha hacia Madrid al frente de sus quince mil “legionarios”.     

      

Fdo: Amadeo Martínez Inglés, Coronel, escritor e historiador.

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