El coronel Martínez Inglés denuncia al rey Juan Carlos de Borbón por el 23F

AL SR FISCAL GENERAL DEL ESTADO ESPAÑOL 
Don Amadeo Martínez Inglés, ciudadano español, coronel del Ejército, escritor e historiador militar, se dirige a su autoridad como primer defensor de la ley y máximo garante del Estado de derecho en la nación española, manifestándole lo siguiente:
En el año 1983, dada mi condición de historiador militar, mis antiguos destinos en puestos de responsabilidad de la cúpula militar, mis relaciones con los servicios de Inteligencia del Ejército y mi negativa a dar por buenas las resoluciones de un juicio militar (el de Campamento) llevado a cabo sin las debidas garantías jurídicas e inmerso desde el principio en continuas irregularidades procesales… decidí emprender una exhaustiva investigación en todos los campos (castrense, político, periodístico…) relacionados con la atípica intentona militar llevada a cabo en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981.
Para poder llegar al fondo de unas responsabilidades que evidentemente no terminaban (y de eso éramos conscientes amplios sectores militares, políticos y sociales) con las de los generales monárquicos Armada y Milans y, mucho menos, con las de toda la serie de personajes de segundo y tercer nivel que pagaron con amplias condenas la mera obediencia a órdenes que provenían, según numerosos indicios, de lo más alto de la jerarquía del Estado.

A lo largo de todos estos años he investigado ese oscuro intento involucionista denominado popularmente como «23-F», he estudiado a fondo todas las circunstancias políticas y militares que incidieron directa o indirectamente en él, he analizado durante miles de horas los más pequeños detalles relacionados con su planificación, preparación, coordinación y ejecución, he reflexionado largo y tendido sobre las conclusiones a las que me llevaban mis investigaciones, he entrevistado a altas autoridades militares que intervinieron en la famosa asonada, he preguntado en los más cerrados ambientes del estamento castrense, he publicado cuatro libros sobre el tema (con un total de 1.121 páginas) que no han sido rebatidos ni en una sola de sus líneas, he hecho en suma todo lo humanamente posible para llegar hasta lo más recóndito de una de las cuestiones más vidriosas de la reciente historia de España…
Ahora, a pocos días de cumplirse el 36 aniversario de aquél bochornoso espectáculo político-militar, creo que ha llegado la hora de que esa Fiscalía General del Estado tenga puntual conocimiento de mis estudios, de las conclusiones que de los mismos he extraído, así como de los abundantes indicios racionales que apuntan a que la máxima responsabilidad de los sucesos que se desarrollaron en Madrid, Valencia y otras ciudades españolas a partir de las 16,20 horas del día 23 de febrero de 1981 debe recaer en el entonces rey Juan Carlos I, que fue informado con anterioridad de los planes de los generales monárquicos Armada y Milans (colaboradores, amigos y confidentes suyos) y autorizó a ambos a coordinar y poner en ejecución los mismos para tratar de salvar su corona del golpe militar duro o «a la turca» que en aquellos preocupantes momentos se estaba fraguando en los ambientes más radicales del franquismo castrense. Es decir, para frenar un posible golpe futuro castrense contra su persona, autorizó irresponsablemente un golpe preventivo contra la legalidad y el Estado de derecho existentes en España a llevar a cabo por la facción del Ejército más afín a él, poniendo con ello en peligro cierto de una nueva guerra civil a este país en el que dos importantes estamentos militares se encontraban claramente enfrentados: el franquista a ultranza dominando cinco Regiones militares con el 70% del poder operativo total y el aperturista o partidario de una transición sin traumas, sensiblemente más débil que el anterior.
En consecuencia, con la autoridad moral que me da el haberme dedicado en cuerpo y alma, y durante tanto tiempo, a esclarecer uno de los más tenebrosos episodios de la democracia española, de cuyas conclusiones he dado cuenta repetidas veces al Congreso de los Diputados, al Senado y al Gobierno de la nación, me permito ahora, con los conocimientos y la perspectiva que me da el largo tiempo transcurrido, dirigirme a su autoridad, como máximo responsable del cumplimiento de la ley en este país, para lanzar una grave acusación de presunción de culpabilidad contra la persona que ha ocupado durante casi cuarenta años la Jefatura del Estado español: el rey Juan Carlos I. Presunta culpabilidad que, después de su abdicación el 2 de junio de 2014 con la consiguiente pérdida de su inviolabilidad constitucional, puede y debe ser investigada y, en su caso juzgada y sentenciada, por tribunal competente de la justicia española.
Todo ello en relación con el supremo derecho que tiene un pueblo desarrollado, soberano y celoso de su independencia y libertad, como sin duda es el español de hoy, de conocer hasta el último detalle las actuaciones de sus servidores públicos (incluido el más alto, el rey), en el marco de un Estado democrático y de derecho en el que la primera magistratura de la nación debe estar, como el resto de los ciudadanos, sometido al imperio de la ley. Para una vez conocidas esas actuaciones, y si hubiere lugar, pedirle las responsabilidades pertinentes (penales, administrativas, históricas…) que siempre, siempre, deben quedar aclaradas ante la opinión pública (sobre todo las históricas, que conforman la esencia misma de la vida de los pueblos) sin importar ni el tiempo transcurrido ni las vicisitudes políticas que hubieran podido incidir en las mismas.
En el exhaustivo Informe (35 páginas) que le adjunto, señor fiscal general, le traslado toda la verdad sobre cómo se planificó, preparó, coordinó y, en definitiva, ejecutó aquél presunto golpe de Estado denominado «23-F», que nunca fue un verdadero golpe militar sino una mal planificada operación político-militar-institucional nacida, como acabo de señalar, en las más altas instancias de la nación; le expongo después, clara y rotundamente, algunos de los muchos indicios racionales de culpabilidad (dieciséis en concreto) que señalan al entonces rey de España como presunto responsable último de los hechos; y, por último, le enumero los cargos que contra él pueden desprenderse de mis investigaciones teniendo en cuenta su actuación personal antes, durante y después de los mismos y en virtud de los cuales la justicia en cualquier país verdaderamente democrático hace tiempo que habría actuado. España es diferente, desde luego, pues aquí incomprensiblemente la figura del Jefe del Estado es constitucionalmente irresponsable e inviolable siempre ¡ojo! que sus actos, y de esto todo el mundo parece olvidarse, sean refrendados por el Gobierno legítimamente elegido por el pueblo soberano. Y esta norma no fue respetada a lo largo de la crisis institucional desatada en España tras la rocambolesca entrada del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados, hace ahora casi treinta y seis años.
Del pormenorizado estudio de este singular evento histórico recogido en el Informe que le acabo de señalar se desprende que don Juan Carlos de Borbón podría haber incurrido en las siguientes responsabilidades:
1ª.- Autorizar la puesta en marcha de una compleja operación político-militar inconstitucional y, por supuesto, ilegal, para cambiar el Gobierno de la nación al margen del deseo de los ciudadanos expresados en la urnas y que básicamente consistía en crear una situación de emergencia nacional ficticia (o por lo menos factible de ser controlada en cualquier momento) a cargo de un pequeño círculo de militares cortesanos para, una vez desatada ésta y creado un peligrosísimo vacío de poder, neutralizarla mediante la instauración en España de un Gobierno de concentración o unidad nacional presidido por un militar de prestigio (el general Armada) que pudiera abordar de inmediato el «golpe de timón» político hacia posturas más radicales y autoritarias, como insistentemente demandaba el ala más derechista del franquismo castrense. Y desmontando así el golpe involucionista (duro o a la turca) que contra la corona preparaban los generales con más poder dentro de ese núcleo duro franquista (planes previstos para ponerse en marcha en la madrugada del 2 de mayo de ese mismo año 1981 y que este historiador militar expuso con todo detalle y abundante documentación en el libro “La Conspiración de Mayo”, publicado en 2009).
2ª.- Una vez desencadenado el atrabiliario «golpe», alarmado ante la incalificable actuación del teniente coronel Tejero en el asalto al Congreso de los Diputados y aconsejado por sus fieles edecanes palaciegos en el sentido de que no podía asumir unos acontecimientos que podían dañar seriamente a la Institución monárquica, se desmarcó inmediatamente de ella abandonando a su suerte a los dos generales monárquicos que la habían planificado, renegando de ellos y de las acciones que habían emprendido bajo sus órdenes para inmediatamente tratar de neutralizar la peligrosa situación creada en el país. En el curso de esta apresurada reconducción de sus propios planes despreció una y otra vez la autoridad del Gobierno interino de subsecretarios y secretarios de Estado que él mismo había aceptado, tomó decisiones políticas sin refrendo alguno de ese Ejecutivo provisional (y, por ende, sin ningún valor legal), se arrogó poderes que no le correspondían constitucionalmente (actuando de facto como un dictador) y «negoció» directamente con los capitanes generales franquistas la sumisión a su persona y a la Institución que ella representaba mediante promesas de actuación política a cargo de futuros Gobiernos de la nación.
3ª.- Dentro de esas decisiones políticas y tomas de postura personales sin refrendo alguno del Gobierno interino destacan las órdenes y conversaciones directas con el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, obviando una y otra vez la autoridad de los responsables interinos del ministerio de Defensa, en orden a que retirara sus tanques y el bando por el que asumía todos los poderes en su Región Militar; así como la orden a la JUJEM, también directa y sin consultarla siquiera con el Ejecutivo provisional, para que controlara toda la estructura operativa de las Fuerzas Armadas a través de la cadena de mando y le informaran a él directamente de la más mínima novedad.
También ordenó, en una actuación que pone de relieve la autoridad que ejercía sobre los presuntos golpistas (que iban dando vivas a su persona y a España), a la Unidad militar que ocupaba las instalaciones de TVE en Prado del Rey (un escuadrón de Caballería del Regimiento Villaviciosa 14) el envío de dos equipos técnicos para grabar un mensaje al pueblo español, que finalmente y tras varios aplazamientos salió al aire a las 01,13 del día 24 de febrero. Sin embargo, no impartió orden alguna ni ejerció personalmente ninguna presión sobre el teniente coronel Tejero para que retirara sus hombres del Congreso y pusiera fin al secuestro del Gobierno legítimo de la nación. Lo que hubiera podido solucionar la grave crisis que asolaba al país en cuestión de minutos puesto que una de las primeras manifestaciones que hizo el citado jefe de la Guardia Civil, después de ocupar la sede de la soberanía nacional, fue que él «sólo obedecería al rey y al general Milans».
En definitiva, respetando la presunción de inocencia que le corresponde al antiguo jefe del Estado como a cualquier otro ciudadano español, si el entonces rey Juan Carlos, como parece desprenderse de los numerosos indicios racionales apuntados, conspiró con los militares de su entorno más íntimo para cambiar el Gobierno legítimo de la nación al margen del pueblo y salvar así su corona desbordando e ignorando una y otra vez sus competencias constitucionales, podría haber incumplido sus obligaciones de «desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades Autónomas» recogidas en el artículo 61.1 de nuestra Carta Magna, convirtiéndose así de facto en todo un presunto «rey golpista». Una figura histórica muy peculiar pero no ciertamente única pues otros miembros de la misma estirpe borbónica también han caminado en épocas pretéritas por los tortuosos caminos de las asonadas militares palaciegas.
Han pasado treinta y seis años, señor fiscal general, y las circunstancias que rodearon aquél extraño evento siguen sin aclararse adecuadamente. Permanece inmerso todavía en los entresijos de la historia y del secreto de Estado. Hasta el momento muy pocos (por no decir ninguno) han sido los historiadores e investigadores españoles que se han atrevido a estudiarlo adecuadamente tratando de desentrañar el misterio que rodea un hecho tan insólito y rocambolesco. Que, evidentemente, nunca fue un verdadero golpe militar sino una maniobra político- militar-institucional planificada y ejecutada desde la cúspide del Estado pero que conllevaba muy importantes responsabilidades históricas y penales al poner en peligro la vida de miles de ciudadanos españoles. Y esto no es retórica vacía, señor fiscal general, puesto que el estallido de una nueva guerra civil estuvo a punto de producirse y el historiador que suscribe, a la sazón jefe de Estado Mayor de una Brigada operativa (4.000 soldados) de la Capitanía General de Aragón, puede dar fe de ello ya que desde las 18,20 horas del 23-F hasta las 01,13 del día siguiente, a lo largo de las siete horas de dudas y vacilaciones del monarca español que no sabía qué hacer con la situación que él mismo había creado, su Unidad permaneció acuartelada en Zaragoza en estado de máxima alerta lista para salir hacia Madrid con todos sus pertrechos de guerra. Y aunque afortunadamente la nueva contienda fratricida no llegó a estallar por cuestión de minutos, los daños colaterales en cuanto a credibilidad y reconocimiento social a encajar por las dos instituciones básicas españolas (las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil) han sido, y todavía son, muy importantes.
El que esto escribe, militar español e historiador, obviamente, sí se ha atrevido, señor fiscal general del Estado español, a estudiar e investigar durante muchos años el oscuro hecho delictivo que comentamos en el marco de un exhaustivo trabajo histórico sobre la figura personal y política del heredero de Franco a la jefatura del Estado español, a título de rey, Don Juan Carlos de Borbón, y que contempla, tanto las irregularidades cometidas en su ya largo reinado (algunas de ellas graves y presuntos delitos que ya ha puesto repetidas veces en conocimiento del Congreso de los Diputados y Gobierno español para que se constituyera con urgencia una Comisión parlamentaria que los depurara y obrara en consecuencia) como sus impresentables avatares juveniles, entre los que sobresale el sospechoso homicidio cometido en la persona de su hermano menor, don Alfonso de Borbón, aspirante como él al trono de España e hijo predilecto de su padre, el conde de Barcelona.
Usted tiene, permítame que se lo recuerde desde el más profundo de los respetos, señor fiscal general, el deber moral y la responsabilidad profesional de, conocidos mis estudios, tomar las oportunas medidas judiciales para que un presunto delito de golpismo militar e institucional como el que comentamos, que puso en peligro la estabilidad del sistema democrático español y con ello la vida de miles de ciudadanos españoles, no quede impune a pesar del tiempo transcurrido. Y para que queden desveladas definitivamente las circunstancias en las que se desarrolló tan alucinante suceso histórico, la primera de las cuales debe ser la autoría del mismo que los hechos conocidos hasta ahora hacen recaer con toda su fuerza y dramatismo en la persona de Juan Carlos de Borbón.
Es por todo ello por lo que me permito solicitarle, a través del presente escrito, que interese de la instancia judicial a la que corresponda (presumiblemente, el Tribunal Supremo por ser en estos momentos el ciudadano Juan Carlos de Borbón una persona aforada) abra las oportunas investigaciones y los trámites necesarios para esclarecer de una vez y caiga quien caiga el sorprendente hecho histórico que estamos tratando y que se relata y analiza exhaustivamente en el Informe que le remito.
Reciba, señor fiscal general del Estado, mi más sincera consideración
Firmo el presente escrito en Alcalá de Henares (Madrid) a 14 de febrero de 2017
Amadeo Martínez Inglés
 
INFORME SOBRE EL «23-F» QUE ELEVA AL SR FISCAL GENERAL DEL ESTADO ESPAÑOL EL CORONEL E HISTORIADOR MILITAR AMADEO MARTÍNEZ INGLÉS
RESUMEN SUCINTO DE LOS HECHOS.
En los primeros días del otoño de 1980, dada la precaria situación política, económica y social del país y el malestar institucional en el que se debatía el Ejército debido al terrorismo etarra y a la puesta en marcha del Estado de las autonomías, se encontraban en período de gestación en España tres golpes militares: el golpe duro o «a la turca» patrocinado por un grupo muy numeroso de generales franquistas de la cúpula militar con mando de Capitanía General (conocido indebidamente como «el de los coroneles» por los servicios de Inteligencia militar por mimetismo profesional en relación con procesos similares en Turquía y Grecia) y por lo tanto con un gran poder operativo dentro del conjunto de las FAS, que apuntaba directamente contra el titular de la Corona (tachado de «traidor» al generalísimo Franco por sus máximos dirigentes) y, por supuesto, contra el sistema político recién instaurado en España; un segundo movimiento involucionista era el de corte «primorriverista» personalizado por el capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch, que aspiraba a instaurar en nuestro país una dictadura militar pero respetando la institución monárquica; y el tercero, denominado de «los espontáneos» o «golpe primario» por los servicios secretos castrenses, apuntaba al teniente coronel Tejero y al comandante Inestrillas como posibles cabezas rectoras de un nuevo intento, limitado sin duda en medios y alcance, de alterar la pacífica convivencia entre los españoles.
Estos movimientos subterráneos en el seno de las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil eran conocidos y seguidos muy de cerca por la División de Inteligencia del Ejército y, sobre todo, por el CESID que en noviembre de ese mismo año 1980 redactaría un «Informe sobre las operaciones en marcha» del que tuvimos constancia, además del Gobierno y la Jefatura del Estado, los altos mandos de las FAS y sus Estados Mayores.
De estos tres golpes de Estado en preparación el que más peligro representaba, obviamente, era el primero puesto que sus responsables ostentaban el mando del 80% del poder militar real y, además, aspiraban a dar un vuelco total a la situación política en nuestro país. El que esto escribe, a la sazón comandante Jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V con sede en Zaragoza, tuvo plena constancia de la existencia de este movimiento involucionista en tres reuniones de jefes de Cuerpo de la guarnición con el capitán general Elícegui Prieto, titular de la Región Militar, celebradas en octubre y noviembre de 1980 y enero de 1981, y a lo largo de las cuales se planteó sin ambages la necesidad perentoria de que nuevamente el Ejército «enderezara» abruptamente el rumbo político de nuestra nación. De lo tratado en estos tres encuentros cursé inmediatamente la oportuna nota informativa al mando del Ejército a través del canal de Inteligencia de la Brigada.
Pues bien, en esas preocupantes fechas en las que se iniciaba en España uno de los otoños políticos más convulsos de la Historia de este país, La Zarzuela, que recibía periódicos y oportunos informes del CESID, de los servicios de Inteligencia de las FAS, de la cúpula militar (JUJEM) y, sobre todo, de personajes muy allegados a la Corona y de un monarquismo incuestionable como los generales Armada y Milans, entre otros, fue alertada con pavor del ensordecedor «ruido de sables» que llegaba desde los cuarteles y urgida a tomar drásticas y pertinentes medidas que neutralizaran la peligrosa situación. En respuesta a estos «consejos» de su entorno más íntimo, el rey Juan Carlos, según reconocerían el propio Armada y el general Milans del Bosch en conversaciones privadas durante su permanencia en la prisión militar de Alcalá de Henares en unos momentos especialmente dramáticos para ambos, autorizó al antiguo secretario general de su Casa, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, Alfonso Armada y Comyn, a consensuar lo más rápidamente posible un hipotético Gobierno de concentración o unidad nacional presidido por el propio Armada (la inmediatamente aireada por los medios de comunicación «Solución Armada») con los dirigentes de los principales partidos del arco parlamentario español. Gobierno que debería ser instaurado, tras la ya asumida salida de la presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, de un modo totalmente pacífico, respetando «lo máximo posible» las normas constitucionales, con un marcado carácter eventual y con una muy principal misión en su agenda: desmontar, desde la fachada de dureza y afán de cambio que sin duda podía irradiar un Ejecutivo presidido por un militar, el golpe involucionista que contra la monarquía y el sistema preparaban los generales más radicales del franquismo castrense.
El general Armada, apoderado del rey para esta singular reconducción política del país (solicitada por amplios sectores del mismo en aquellos momentos, todo hay que decirlo) obtendría muy pronto la aquiescencia más o menos interesada de los principales partidos políticos nacionales para entrar a formar parte de un proyecto que, aunque de una legitimidad constitucional muy dudosa, podía ser aceptado como mal menor ante una situación nacional casi explosiva.
También obtendría el emisario del rey el placet, en el campo militar, de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM) y de algunos capitanes generales moderados como los titulares de las Regiones Militares de Madrid, Granada y Canarias, pero sus buenos oficios, avalados siempre por unas credenciales regias nunca escritas pero que nadie osó nunca poner en duda dada la amistad y confianza con las que el rey Juan Carlos había distinguido siempre a su antiguo preceptor, ayudante, confidente y asesor, fracasarían estrepitosamente ante el núcleo duro del franquismo castrense cuyos máximos dirigentes (Elícegui, De la Torre Pascual, Merry Gordón, Fernández Posse, Campano…) hacía ya tiempo que habían traspasado el Rubicón de la lealtad y la subordinación al rey, al que públicamente tachaban de «traidor al sagrado legado del generalísimo», para abrazar decididamente la senda de la involución pura y dura.
En consecuencia, a primeros de noviembre de 1980, en La Zarzuela, informada exhaustivamente del avance ineludible del golpe de los capitanes generales franquistas, se toma una nueva decisión político-militar al margen, por supuesto, del Gobierno de Adolfo Suárez que sería una vez más marginado dadas sus malas relaciones con los militares: se le encarga al general Armada que «negocie» con el teniente general Milans del Bosch (de demostrada lealtad a la corona pero que llevaba tiempo preparando su particular movimiento antisistema de corte primorriverista y era objeto, además, de presiones de todo tipo por parte de los generales franquistas que querían que liderara su previsto golpe de la primavera) la adhesión del carismático general a la Solución que lleva su nombre, haciéndole las concesiones que sean necesarias en aras de vencer sus reticencias de meses atrás y conseguir con su respaldo el rápido desmantelamiento del peligrosísimo órdago franquista.
De estas conversaciones Armada- Milans, iniciadas con la entrevista de ambos en Valencia el 17 de noviembre de 1980, saldría un nuevo plan político-militar con vocación de ejercer de urgente corrector de la preocupante situación del país en general y de la Corona española en particular: la que podríamos denominar ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, como «Solución Armada II», una variante de la anterior (de corte pseudo-constitucional y pacífico en principio) pero trufada de irrenunciables exigencias de Milans que la convertirían en algo mucho más peligroso, cuestionable y, por supuesto, inconstitucional e ilegal. Exigencias tales como la de incluir en el nuevo plan la operación de «los espontáneos» con el fin de humillar a los políticos y crear la imagen de una intervención en toda regla del Ejército en la vida nacional que satisficiera a los generales franquistas y diera la impresión a la ciudadanía y, sobre todo, a las amplias capas de la ultraderecha que conspiraban contra el régimen, de que se acometía un verdadero cambio en la dirección general del país; o la de que los ministerios de Defensa e Interior del nuevo Gobierno recayeran en manos militares (el primero de ellos en las del propio Miláns que, ante la negativa del rey a que hubiera más generales en el Ejecutivo de Armada, tendría que conformarse finalmente con el cargo de PREJUJEM, Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor); o la promesa de un mayor protagonismo de las FAS en la lucha contra el terrorismo etarra para terminar con él cuanto antes, incluso por la vía de la intervención directa.
Desde mediados de enero de 1981 la reconvertida Solución Armada, en la que el capitán general Milans del Bosch ha adquirido un protagonismo esencial quedando bajo su control toda la planificación operativa castrense, empieza a concretarse, a desarrollarse, a coordinarse y, en consecuencia, a ser conocida y seguida por el CESID (que la apoyará totalmente ya que la JUJEM la ha aceptado desde el principio por indicaciones de La Zarzuela) y por el Servicio de Información de la Guardia Civil, dependiente del Estado Mayor del Cuerpo, que, ignorando totalmente a su Director General, ayudará a Tejero en la planificación y ejecución de su arriesgado operativo. No ocurrirá lo mismo con los servicios de Inteligencia del Ejército que, obedientes a distintos mandos enfrentados entre sí, trabajarán en campos muy distintos y distantes.
De los avatares de esta compleja maniobra político-militar-institucional en marcha (la Solución Armada II), salvadora de la monarquía en peligro, el rey será puntual y regularmente informado por el propio Armada, que se entrevistará en numerosas ocasiones con el monarca (personalmente y a través del teléfono) durante los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En concreto once veces. Tanto durante su destino como Gobernador Militar de Lérida y Jefe de la División de Montaña Urgel nº4 como desde su puesto de segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército, cargo al que accede escasas semanas antes del 23-F por expreso deseo de Juan Carlos manifestado numerosas veces ante el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y ante el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; que una y otra vez se habían mostrado reticentes a que el antiguo secretario general de la Casa del Rey y hombre de la entera confianza del monarca «desembarcara» en Madrid en un puesto de escasa importancia operativa pero inestimable como plataforma de relación política y amplísima información disponible.
Armada se configurará, con el paso de los días y con el cantado apoyo del rey que nadie desmiente (ni el propio monarca que perfectamente enterado del operativo le «deja hacer») como la gran figura político-militar de esta maniobra palaciega en planificación acelerada. El tiempo apremia, el golpe duro de los capitanes generales se va consolidando y su aparato mediático (el grupo Almendros) y su apoyo político (la vieja infraestructura política y sindical franquista) ya no se recatan en airearlo a los cuatro vientos. El teniente general Milans del Bosch, por el contrario, se afanará en organizar el falso golpe militar («la intentona involucionista a cargo de unos cuantos nostálgicos del anterior régimen» con la que será bautizado cuando La Zarzuela se desmarque de ella por «inasumibles defectos de forma») colocando a sus hombres (Ibañez Inglés, Torres Rojas, Pardo, Tejero…) a la cabeza de cada uno de los frentes que tendrá que abrir para hacerla medianamente creíble ante la opinión pública y, sobre todo, ante los peligrosos generales golpistas que preparan su cruento órdago para cuando en España empiece a reír nuevamente la primavera…
La Solución Armada, trufada de las consignas y exigencias de Milans, se pondrá en marcha finalmente, después de algunas dudas, vacilaciones y adelantos, a las 16,20 horas en punto del día 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante (dato desconocido por lo demás para la mayoría de los españoles) veinte agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano y bajo el mando del teniente Suárez Alonso, que han llegado a las inmediaciones del Palacio de la Carrera de San Jerónimo siguiendo órdenes del Estado Mayor del Cuerpo a bordo de cinco coches camuflados, cierran las avenidas y calles que confluyen en el Congreso de los Diputados para facilitar la llegada y entrada en el mismo del teniente coronel Tejero al frente de sus hombres.
Tejero, que ha recibido amplias facilidades para cumplir su misión por parte del Estado Mayor de la Guardia Civil, por parte del Servicio de Información de la Benemérita y por parte del propio CESID (sus atípicas columnas de autobuses han sido llevadas «en volandas» al Congreso por comandos especiales de la Agrupación de Operaciones Militares Especiales de este centro) ejecuta el asalto al palacio de la Carrera de San Jerónimo a las 18,23 horas, como todos los españoles conocemos de sobra, de una forma rocambolesca, alocada, tercermundista, peligrosísima… con el agravante, además, de ser escuchado en directo por toda España a través de la radio y difundido después por la televisión. Resulta así una acción golpista esperpéntica en la forma (aunque efectiva y contundente en su desarrollo operativo, todo hay que decirlo), capaz de producir vergüenza ajena al más chapucero de los dictadores caribeños: tiros, empujones, gritos cuarteleros, humillaciones a las más altas autoridades del Gobierno… bochorno nacional, en suma. El general Armada, cerebro de la operación y director de la acción en Madrid, se asusta. El rey, informado de urgencia, también. A su fiel servidor, don Juan Carlos, le había dejado las cosas muy claras: ni violencia, ni soldados, ni tanques en las calles; por el contrario, discreción máxima, coordinación con las fuerzas políticas, respeto «en lo posible» a las formas democráticas y constitucionales que conformaban en sí mismas las señas de identidad de la Corona.
El general Armada, entonces, trata de reaccionar con rapidez e intenta que el rey le reciba lo más pronto posible en La Zarzuela para explicarle todo lo ocurrido y asegurarle la pronta solución del «asunto Tejero» por medio de una personal y urgente reconducción del mismo (reconducción de la reconducción). Pero ya es tarde. La «Solución Armada» ha sido de inmediato abandonada por La Zarzuela después de unos minutos de frenético cambio de impresiones entre don Juan Carlos, sus ayudantes, y el secretario general de su Casa, el general Sabino Fernández Campo. El monarca le dice a Armada, en conversación telefónica a las 18,40 horas en la que también interviene Fernández Campo, que continúe en su puesto militar del Estado Mayor del Ejército a las órdenes de su titular, el general Gabeiras, y que se abstenga de acudir a palacio. El rey teme que su nombre se asocie a la intentona.
Don Juan Carlos, a toda prisa, monta su particular puesto de mando anticrisis en La Zarzuela, con el fiel Sabino (que ante la defenestración de Armada actuará a partir de entonces como nuevo valido regio) de jefe de operaciones, a fin de dirigir el proceso que salve la enrevesada situación política creada por la torpeza del marqués de Rivadulla y, por ende, a la Corona. Ambos inician, en lucha contra el tiempo, una frenética ronda telefónica con las diversas Capitanías Generales para tratar de atraer a todos sus titulares (antidemócratas viscerales la mayoría de ellos) a un frente democrático-monárquico contra el golpe militar en desarrollo que presentan, en principio, como minoritario, totalmente ajeno a ellos, y sin cabeza directora visible puesto que ni Milans, ni mucho menos Armada, son reconocidos como sus dirigentes.
Luego, cuando en La Zarzuela tengan la confianza de que casi todos los capitanes generales están con el rey (algunos, como el general De la Torre, jefe de Baleares, ni siquiera contestan a las llamadas regias y otros, como Elícegui, jefe de Aragón, retrasan voluntariamente durante horas la entrevista telefónica con el monarca) todo cambiará. Los dos generales monárquicos, Milans y Armada, serán elegidos como los «cabezas de turco» del desaguisado, los responsables directos de una alocada intentona militar contra la democracia y el pueblo español, mientras que Sabino Fernández Campo será investido de todos los honores y pasará a la historia, junto con el rey, como la gran figura del 23-F: el hombre fiel, inteligente y valeroso que supo reconducir magistralmente la difícil situación político-militar por la que pasaba el país salvando el Estado de derecho y las libertades de todos los españoles. Don Juan Carlos, por otra parte, ganará muchos puntos ante su pueblo, siendo venerado a partir de entonces como el «salvador y garante máximo de la democracia» en España y consiguiendo con ello asentar definitivamente su régimen monárquico que, en los últimos años, venía siendo severamente cuestionado por un franquismo residual, pero todavía poderoso, que no le perdonaba la «traición» cometida al sagrado legado del caudillo.
El general Armada, pese a no tener éxito en su infructuoso intento de entrevistarse personalmente con el rey, trata, pasados unos minutos de duda, de «reconducir» la situación a los cauces previstos. La salida de la División Acorazada (otra de las exigencias de Milans) está siendo abortada por el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci (auxiliado por el CESID), que al igual que la JUJEM (con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Gabeiras, como ejecutivo máximo de este órgano colegiado de poder militar tras imponerse a las ansias de protagonismo que en un primer momento habían mostrado sus compañeros) obedece prontamente las nuevas órdenes que empieza a impartir el «gabinete militar de crisis» de La Zarzuela dirigido por el general Sabino Fernández Campo. Las primeras Unidades que, un poco por libre, se aprestan a salir después de la reunión celebrada a primeras horas de la tarde en el Estado Mayor de la División y de las órdenes preparatorias cursadas al efecto por el comandante Pardo Zancada, son frenadas en seco por las tajantes instrucciones de la primera autoridad regional madrileña. Sólo algunos pequeños destacamentos motorizados llegarán a ocupar los objetivos fijados en determinadas áreas de la información y las comunicaciones: TVE, RNE… etc, etc. Por lo tanto, en este asunto de la Acorazada, de indudable importancia porque podría ser el detonante de un estado de guerra generalizado en el resto del territorio nacional si los carros de combate de esta gran Unidad llegaban a ocupar los objetivos estratégicos de la capital, Armada ve como se van resolviendo algunos problemas iniciales.
El general Torres Rojas, virtual jefe de la División, y su jefe de Estado Mayor, Pardo Zancada (el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor de la División y componente del Grupo Almendros, se ve atropellado por un golpe que no es el suyo y coopera más bien pasivamente) no saben que hacer para neutralizar el «frenazo» de Quintana Lacaci a las unidades de la Acorazada ante la ausencia de órdenes del general Armada, director de la operación en Madrid. Éste, atrincherado en el Estado Mayor del Ejército, no da señales de vida. Trata por todos los medios de acudir al Congreso para serenar los ánimos y dar paso a la segunda fase de su plan: la formación de un Gobierno de concentración presidido por él y respaldado por el rey y por las fuerzas políticas mayoritarias. No quiere darse cuenta que, abandonado por La Zarzuela ante el cariz que han tomado los acontecimientos, eso ya no es viable y, en consecuencia, sus actuaciones en solitario van a levantar rechazos crecientes. Sus insinuaciones en tal sentido, procurando dejar siempre fuera de toda sospecha a la Corona, sus descaradas propuestas a favor de unos planes ya periclitados, sus deseos de protagonismo en la resolución de una crisis que se salía por completo de sus competencias… irán cerrando un peligrosísimo círculo a su alrededor que terminará devorándolo.
Mientras tanto, el «gabinete de crisis» de La Zarzuela capitaneado por Sabino Fernández Campo (un Sabino exultante y seguro de sí mismo por la confianza absoluta que el rey acaba de depositar en su persona, en detrimento de su competidor Armada) intenta por todos los medios reconducir la situación a los nuevos planes. Se desaprueba oficiosamente el rocambolesco asalto al Congreso como medida inicial, pero nadie en palacio sabe la actitud que van a tomar los capitanes generales implicados en el golpe duro que, de momento, no han apoyado la acción de Tejero y están a la espera de que se clarifique la asonada.
El rey habla con el capitán general de Valencia quien, ante la inoperancia de Armada y las primeras noticias de La Zarzuela rechazando la operación, se siente traicionado y monta en cólera. La conversación, formalismos jerárquicos aparte, es muy tensa según personas del entorno más íntimo del Estado Mayor de Milans. Éste se niega en principio a revocar las órdenes de emergencia dictadas para la Capitanía General de Valencia y le espeta al rey unas duras palabras: «Aquí lo que pasa majestad es que algunos no tienen lo que hay que tener para llegar hasta el final. Esto no era lo pactado». Juan Carlos intenta calmar los ánimos de su subordinado y amigo echando mano, como siempre, de su campechanía y sencillez de trato, pero esta vez los resultados serán modestos: la situación es muy delicada para el capitán general de la III Región Militar que, hasta el momento, es la única autoridad militar que ha declarado la ley marcial en su jurisdicción y ha sacado los tanques a la calle. Si su supremo valedor, su jefe supremo, la más alta autoridad del Estado a favor de la cual (y de su proyecto político) él ha dado semejante paso al frente, se desmarca totalmente de la operación alegando «inasumibles defectos de forma» y ordena la vuelta atrás con urgencia… su situación personal y profesional puede convertirse en desesperada en muy pocas horas. Máxime teniendo en cuenta que el general Armada, según el propio monarca, ni se encuentra en La Zarzuela, donde según los planes iniciales debería estar en esos momentos, ni controla la División Acorazada Brunete que permanece paralizada por ausencia de órdenes suyas y ni siquiera está localizable en su despacho del Estado Mayor del Ejército en Cibeles.
Pero a pesar de todo, nada indica todavía que la situación sea irreversible, que se hayan roto todos los puentes entre el teniente general más monárquico del Ejército español y su señor. Sólo se trata del primer contacto entre ambos, ciertamente preocupante, después del urgente cambio de planes motivado por el bochornoso espectáculo dado por Tejero en el Congreso y de la asunción por La Zarzuela de una nueva vía reconductora. La peligrosa pelota del «putsch» sigue en el tejado…
Don Juan Carlos continúa con su apresurada ronda telefónica, con el futuro conde de Latores allanando el camino que lleva a sus compañeros de generalato, para tratar de conocer la posición de todos los capitanes generales, la mayoría de los cuales, comprometidos con el golpe de mayo, son reacios a ponerse al aparato. En Madrid, Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército) y Quintana Lacaci (capitán general) se ponen enseguida al lado del rey en su nueva estrategia reconductora. Sin embargo, hasta tres veces tiene que insistir don Sabino con Zaragoza para que el capitán general Elícegui Prieto recoja personalmente la dramática llamada del monarca: «¿Estás conmigo, Antonio? ¿Puedo contar con tu lealtad?»
Preguntas que son respondidas con evasivas tanto en la capital de Aragón como en Valladolid, Sevilla, Barcelona y La Coruña. Únicamente en Granada y Burgos, además de Madrid y Canarias, sus titulares no dudan ante el rey. En Palma de Mallorca, el general De la Torre Pascual ni siquiera se pone al teléfono. Sólo la primera autoridad militar de Canarias, González del Yerro, ha buscado personalmente el contacto con don Juan Carlos para dejar clara su posición con respecto al golpe. Nunca estuvo de acuerdo ni con que Armada fuera presidente de un Gobierno de concentración ni con la promoción de su compañero de Valencia, Milans del Bosch, al más alto puesto de las Fuerzas Armadas.
En el curso de esta alocada ronda telefónica el rey recibe la urgente llamada de su padre, el conde de Barcelona: «Cuidado con los militares, hijo. Acuérdate de los coroneles griegos en 1967» le previene. También algunos dirigentes europeos, Giscard d´Estaing entre ellos, apoyan protocolariamente la amenazada democracia española. El gigante USA, por el contrario, permanece en principio callado y habla después con palabras equívocas: «Es un asunto interno español», dirá el secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig. Sentencia que cae en La Zarzuela como una segunda bomba, después de la de Tejero.
Ante el cariz nada halagüeño que presenta, con el paso de las horas, la recién abrazada «reconducción de la reconducción», don Juan Carlos decide jugársela. El tiempo apremia. El país está paralizado y su corona pende de un hilo. Llama nuevamente a Milans: «Jaime, le dice en tono solemne, tomo las riendas del Estado, ni abdico ni me voy, tendrán que fusilarme para que abandone». Palabras dirigidas, más que a Milans que sabe es de los suyos, a los otros capitanes generales que, agazapados en sus respectivos centros de poder, esperan el momento más oportuno para saltar sobre la democracia y la Corona. Éstos, mientras tanto, siguen sin llamar al rey, lo ignoran. Consultan entre ellos. La pasividad de la División Acorazada los tiene inmovilizados. Desde el ya lejano órdago castrense de la Semana Santa de 1977 ésta había sido siempre la condición «sine qua non» para sumarse a cualquier eventual movimiento de Milans: «Ocupar Madrid con la DAC Brunete. Controlar con los carros de combate todos los centros neurálgicos del Estado».
El rey no estará seguro de nada hasta pasada la medianoche del 23 de febrero. Desde las 18,23 horas, cuando se inició el asalto directo al Parlamento (la operación en sí comenzó a la 16,20 horas, como he relatado con anterioridad, con el cerco a distancia del palacio de la Carrera de San Jerónimo por efectivos del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano), no encuentra el momento para dirigirse al pueblo por radio o televisión. ¿Por qué no lanza un mensaje real por la radio o a través del teléfono a todos los medios de comunicación, dado que el palacio de La Zarzuela ha sido respetado con exquisito mimo por los golpistas?, se preguntaron entonces y se siguen preguntando todavía millones de ciudadanos españoles. De todos es conocido que en situaciones de golpe militar, sea cual sea el desgraciado país en el que ocurra, la toma de postura inmediata del jefe del Estado y su decisión o no de luchar contra él con todos los medios a su alcance suelen resultar determinantes para el desarrollo posterior de la asonada y, en ocasiones, para abortarla de manera fulminante.
La respuesta, treinta y cuatro años después, aparece con mucha más claridad que en el pasado y no se debe ocultar ni un día más en aras de hipotéticos secretos de Estado o ridículos e inexistentes peligros para la seguridad nacional. Razones que desde la culminación del lamentable evento del 23-F han esgrimido aquellos que siempre han deseado que la historia, la verdadera historia objetiva y valiente, no pudiera nunca abrirse camino entre la maraña de falsas historietas de buenos y malos, de militares golpistas y reyes «salvadores de la democracia y las libertades», que ellos mismos consideraron oportuno fabricar desde el poder para que la sacrosanta transición no tuviera que hacer frente, en sus primeros pasos, a un vendaval político y social de consecuencias imprevisibles.
Y la verdadera historia de este país nos dice ahora, y nos dirá siempre, que el rey Juan Carlos no controló en absoluto la situación durante las primeras horas de la «intentona involucionista» del 23 de febrero de 1981, ejecutada por sus edecanes palaciegos y autorizada en principio por él. La demencial entrada de Tejero en el Congreso, imposible de asumir, y la torpeza subsiguiente de Armada intentando personarse en palacio, le habían colocado en una situación personal tan incómoda y peligrosa que, profundamente afectado, intentó despejarla cuanto antes con la inestimable ayuda de sus ayudantes militares y, sobre todo, con la del secretario general de su Casa, Sabino Fernández Campo. Éstos nuevos consejeros le recomendaron enseguida, en unas conversaciones dramáticas en las que estuvo presente la propia reina Sofía tratando de animar a un soberano deprimido y ausente, abandonar de inmediato sus estrechas relaciones con Armada, olvidarse por completo de la famosa Solución político-militar auspiciada por su eterno confidente y amigo (que le podía afectar de lleno si no obraba con prudencia pero con decisión) y coger el toro por los cuernos del arduo problema que había propiciado toda la aventura palaciega (el golpe duro contra la Corona que se perfilaba en el horizonte primaveral) hablando directamente con los díscolos capitanes generales franquistas que, a pesar de no tener su maniobra involucionista totalmente planificada, podían, ante el vacío de poder existente, dar un paso al frente y desencadenar una marea insurreccional que arrasara todo. El rey, siguiendo al pie de la letra las directrices de sus consejeros, se emplearía a fondo durante siete largas horas (sobrepasando ampliamente sus competencias constitucionales) para recobrar el control que no tenía y asegurarse su supervivencia política y personal, antes de hablar al país y definirse públicamente sobre los acontecimientos en curso. Mientras España se debatía entre la tensión y la duda.
Sobre las ocho de la tarde, no obstante, el monarca, consciente de que deberá dirigirse a los ciudadanos por televisión tan pronto como sus circunstancias personales y políticas se lo permitan, pide (a través del marqués de Mondéjar) a Prado del Rey los equipos técnicos necesarios para grabar un mensaje a la nación, pero no tiene prisa, necesita ganar tiempo. Acepta la propuesta del gabinete de Subsecretarios y Secretarios de Estado presidido por Francisco Laína, Director de la Seguridad del Estado, para mantener una imagen de normalidad en el funcionamiento de las instituciones pero él ya está decidido a usar todo el poder que la anómala situación ha puesto en sus manos para, dejando de lado las limitaciones que la Constitución establece para su figura, defender su corona con uñas y dientes, hasta las últimas consecuencias. Se asegura directamente la fidelidad de la JUJEM para su nueva estrategia (ya tenía su asentimiento previo a la «Solución Armada»), obviando la autoridad del presidente del nuevo Gobierno interino de la nación y de su «departamento de Defensa» que ni siquiera son consultados, a la que ordena controle militarmente la nueva situación usando todos los resortes de la cadena de mando. Asimismo establece, a través del «gabinete de guerra» que lidera Fernández Campo, un control exhaustivo y directo sobre la cúpula de la Guardia Civil y Policía Nacional. Las veleidades del flamante nuevo «presidente» Francisco Laína, ingenuo él, que sin estar en el meollo de la cuestión quiere acabar «manu militari» con una situación que considera explosiva asaltando cuanto antes el Congreso de los diputados con fuerzas especiales de estos dos últimos Cuerpos de Seguridad, son desestimadas sin contemplaciones por La Zarzuela que tiene otras prioridades mucho más acuciantes en esos momentos. Entre las que se encuentra, obviamente, la de asegurar la lealtad de los capitanes generales franquistas sin la que nada está seguro.
Sabino Fernández Campo intenta nuevamente hablar con Elícegui. En Zaragoza están acampados fuertes contingentes de la DAC «Brunete» (una Brigada acorazada), una fuerza operativa importante que puede ser decisiva. El general Merry Gordon, en uniforme de campaña y «bastante alterado», se encuentra en su despacho de la Capitanía General de Sevilla. El general Campano, de Valladolid, en el suyo. En Baleares, el general De la Torre Pascual tiene ya preparado el bando de declaración del estado de guerra y sólo espera un guiño de sus compañeros más radicales. En el Estado Mayor de la Capitanía General de Galicia se dan los últimos toques a las órdenes de operaciones que pongan en marcha a las distintas Unidades. Sólo Madrid (Quintana Lacaci), Canarias (González del Yerro), Granada (Delgado) y Burgos (Polanco) garantizan cierta continuidad constitucional.
Los contactos telefónicos regios se suceden con dramatismo. El vacío de poder es alarmante y la situación empeora por momentos. La duda y la tensión hacen mella en determinados momentos en los propios «negociadores» de La Zarzuela que, a pesar de todo, continúan con su delicada misión. Por fin, la pasividad operativa de Armada, la sorpresa y frustración de Milans, el apoyo jerárquico de la JUJEM auxiliada permanentemente por el CESID, la fachada legal de continuación del Estado de derecho que ofrece el Gobierno interino de Subsecretarios y la decidida actuación del capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, inclinarán la balanza, después de unas horas dramáticas, del lado de la sensatez y el orden.
En el Congreso de los Diputados, Tejero no acepta la propuesta de Armada (contemplada en la segunda fase de su plan y que él desconocía) de un Gobierno de coalición con socialistas, centristas y comunistas, presidido por el general. La considera una traición porque, según él, no era lo pactado: «Me vino con una lista del nuevo Gobierno que quería presentar al Congreso para su aprobación. En ese momento no me dijo si la conocía o no el rey. Predominaban altos cargos socialistas, centristas y hasta había comunistas. No la pude aceptar. Yo no me estaba jugando el tipo para eso», comentaría meses más tarde con otros compañeros del Cuerpo. Se compromete, no obstante, con Armada a no causar víctimas si se respeta la situación existente y no se ataca a sus hombres. Compromiso que al mediodía del día siguiente, 24 de febrero, ampliará en el llamado «pacto del capó», firmado sobre un vehículo aparcado en las cercanías, por el que aceptará salir del atolladero en el que se encuentra con ciertas condiciones que exculpan a sus subordinados. En este pacto intervendrán, además de Tejero, el omnipresente general Armada, el comandante Pardo Zancada, el teniente coronel Muñoz Grandes, ayudante del rey y delegado personal suyo para este tardío arreglo post golpista, y el también teniente coronel Fuentes Gómez de Salazar, antiguo integrante del SECED (Servicio de Inteligencia de Carrero Blanco).
Sobre las 1,10 horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981 todo parece quedar definitivamente bajo control. Milans ha accedido a retirar sus carros de combate y el bando por el que asumía todos los poderes del Estado en su Región militar (orden que no se cumplirá totalmente hasta pasadas las cuatro de la madrugada); los capitanes generales «dudosos», con parsimonia, han ido prometiendo lealtad al jefe supremo del Ejército; la situación en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, a pesar del golpe de efecto testimonial del comandante Pardo Zancada y sus policías militares introduciéndose a última hora en el edificio en apoyo de sus compañeros de la Benemérita, está prácticamente resuelta…
El rey habla, por fin, por televisión. El país respira tranquilo. La democracia española y la corona se han salvado. El «golpe de los golpes», el golpe que nunca existió, «el movimiento involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» según la teoría oficial del Gobierno de turno, el chapucero órdago político-militar-institucional patrocinado desde la más alta magistratura de la nación para desembarazarse de sus antiguos compañeros franquistas que le tachaban de traidor y amenazaban su trono, según la versión que más pronto o más tarde recogerá la historia de España… ha sido neutralizado. ¡Loado sea Dios!
 
INDICIOS RACIONALES DE LA MÁXIMA RESPONSABILIDAD DEL REY JUAN CARLOS EN LOS SUCESOS QUE SE DESARROLLARON EN ESPAÑA EN LA TARDE/NOCHE DEL 23 DE FEBRERO DE 1981
Y después de conocer con todo detalle, aunque en un sucinto resumen, toda la compleja trama del 23-F, voy ahora a adentrarme en los abundantes e irrefutables indicios racionales que señalan al entonces monarca español, Juan Carlos I, como máximo responsable de la artera maniobra político-militar-institucional puesta en marcha en este país la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 por el propio palacio de La Zarzuela, conocida y aceptada por los principales partidos políticos del arco parlamentario español con el PSOE a la cabeza.
Anteriores al 23-F
Primero.- Armada se entrevista con don Juan Carlos en numerosas ocasiones a lo largo de los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En total, once veces (tres en el mes de diciembre, una en enero, el día 3 de febrero a través del teléfono y nuevamente en reuniones personales reservadas los días 6, 7, 11, 12, 13 y 17 de febrero). ¿Qué asuntos tan graves y atípicos empujaban a Armada y al rey a relacionarse personalmente con tanta asiduidad (Baqueira, La Zarzuela, conferencias telefónicas…) no estando ya el primero al servicio directo del segundo sino, por el contrario, en un puesto activo en el Ejército, al mando de la División de Montaña Urgel nº 4 en Lérida y más tarde en el Estado Mayor del Ejército en Madrid?
Concretamente la entrevista celebrada el 13 de febrero (diez días antes del 23-F) en La Zarzuela es revestida del mayor de los secretos. Tanto que, meses después, procesado ya Armada, éste le pide al rey por carta autorización para usar en su defensa lo tratado en aquella reunión. El rey se lo deniega. Resulta así que ni para afrontar una condena de treinta años de prisión el general Armada puede desvelar la conversación mantenida con el monarca el 13 de febrero de 1981. Debe, en consecuencia, arriesgarse a ser condenado antes que hablar. ¿Razón de Estado? ¿Sacrificio personal por la corona…?
¿Qué asuntos trataron don Juan Carlos y el general Armada ese enigmático día 13 de febrero? Resulta pueril pensar que el general, para defenderse de una posible pena de treinta años de cárcel, intentara refugiarse en un rutinario informe personal sobre la situación del país y del Ejército (además, él no era la persona más indicada para presentar ese hipotético informe al rey) que, según bastantes «investigadores» del caso adscritos a las tesis oficiales, fue lo único que facilitó Armada al soberano a lo largo de la entrevista. Y resulta, asimismo, fuera de toda lógica que el monarca le prohibiese con posterioridad dar publicidad a esos informes y comentarios personales si le podían servir para defenderse.
¿De qué hablaron, pues, don Juan Carlos y su fiel servidor Armada en esa controvertida reunión? Ellos lo sabrán, desde luego, aunque a estas alturas lo lógico sería que todos los españoles lo conociéramos también. Y puesto que el «traidor» Armada ha obedecido escrupulosamente hasta el presente las instrucciones regias de permanecer callado y no es previsible que las desobedezca en el futuro, debería ser el rey Juan Carlos el que, en lugar de ir por ahí prohibiendo a su antiguo subordinado que hable o deje de hablar (circunstancia ésta que resulta muy poco ética en una democracia) nos contara de una vez a los ciudadanos de este país qué diantres de asuntos tan reservados y sensibles trató ese día en La Zarzuela con la persona que, días después, emergería ante la opinión pública española como el supremo cabecilla de la intentona.
Aunque yo me voy a permitir decir aquí y ahora, por si esa declaración regia no llega, lo que miles y miles de españoles llevan comentando vergonzantemente durante años en tertulias de café, reuniones familiares, pasillos ministeriales, charlas políticas… y que algunas personas que hemos dedicado mucho tiempo a este asunto conocemos de sobra: que allí se habló de la «Solución Armada», de la maniobra político-palaciega a punto de comenzar, del estado de las conversaciones con Milans y con los líderes políticos, del estado de ánimo en los cuarteles, del otro golpe duro que amenazaba, a corto plazo, a la democracia y a la corona, de aquellas medidas necesarias y urgentes para intentar detener este último peligro sin dañar en demasía el orden constitucional vigente… Todo debía estar bajo control en esos preocupantes momentos, nada debía dejarse al azar. La cuenta atrás había comenzado. La suerte estaba echada. Sin embargo, los hechos posteriores demostrarían que en el entorno de la famosa Solución político-militar no todo estaba tan atado y bien atado como se creía.
Segundo.- Armada siempre le dijo a Milans, en todos sus contactos, que iba de parte del rey, que don Juan Carlos patrocinaba la operación en bien de España y de la democracia. Así lo han reconocido, una y otra vez, los más próximos colaboradores de Milans que estuvieron presentes en las entrevistas del 17 de noviembre de 1980 y 10 de enero de 1981. Nadie dudó nunca de la veracidad de las palabras de Armada. El general era una figura de gran altura profesional y política, de la máxima confianza regia. ¿Por qué iba a mentir? Sin el rey, la acción se presentaba irrealizable, demencial, nunca lograría llegar a ser el presidente del Gobierno de concentración-gestión que proponía para lo que necesitaba ineludiblemente la previa aceptación de La Zarzuela. Si el monarca no estaba detrás, la operación iría directa hacia un rotundo fracaso (como así fue cuando don Juan Carlos se desmarcó de ella) y Armada tendría que pagar un alto precio (como así fue también) por su alocado protagonismo.
Entonces ¿por qué iba a mentir Armada al capitán general de Valencia, Milans del Bosch? ¿Para ir los dos a un desastre, a un golpe militar conjunto sin ninguna posibilidad de triunfar y, encima, contra el rey, contra el supremo señor de los dos y al que ambos respetaban por encima de todas las cosas? Armada sin el rey no era nada. No podía caber entonces en cabeza humana (y ahora con el paso de los años mucho menos) que, salvo que se hubiese vuelto loco, intentara montar todo ese tinglado político-castrense (que, vuelvo a repetir, necesitaba del monarca para ser viable) a espaldas de don Juan Carlos. Hubiera sido un salto en el vacío inexplicable, una temeridad impropia de su inteligencia, un suicidio profesional y político. Como se demostró en definitiva cuando, abandonado a su suerte, tuvo que pagar con el fracaso, el deshonor y treinta años de prisión la presunta traición a su señor.
Pero es que, además, de esa autorización real para que Armada estableciera todos los contactos pertinentes de cara a planificar todo el operativo que conllevaba la maniobra político-militar bautizada con su nombre no podía caber ninguna duda entonces (y mucho menos ahora) puesto que el general, desde primeros de octubre de 1980, empezó a actuar de manera prácticamente pública en sus relaciones con partidos políticos y autoridades militares. En nombre del rey, naturalmente. Tanto su entrevista con Múgica, en Lérida, el 22 de octubre de 1980 (que alcanzó especial relevancia en los medios y provocó hasta un encendido debate en la Comisión Ejecutiva del PSOE) como otras llevadas a cabo con diversos políticos del arco parlamentario español y militares de la cúpula castrense (de las dos de Valencia con Milans, en las que Armada dijo en voz muy alta que venía en nombre del monarca, tuvimos constancia detallada todos los estamentos militares de cierto nivel) no fueron para nada secretas, la mayoría de ellas serían recogidas por la prensa y, desde luego, todas por los servicios de Información del Ejército y de los cuerpos de Seguridad del Estado. Y lo lógico, lo racional, lo prudente y lo más conveniente para la seguridad del Estado y de la propia corona hubiera sido que si el rey no había autorizado semejantes contactos del señor Armada y este iba por ahí usando el nombre de su señor en vano de cara a una confusa operación político-militar de carácter anticonstitucional e ilegal, lo hubiera desenmascarado públicamente «ipso facto» pidiéndole a continuación al Jefe del Estado Mayor del Ejército un fuerte correctivo para el desleal militar. Y está bastante claro a estas alturas que el monarca calló… y otorgó. ¿Por qué?
Resulta curioso al respecto, y muy significativo al hilo de lo que estoy exponiendo, que el presidente del Gobierno de entonces, Adolfo Suárez, se enterara de la famosa reunión de Lérida, no por los socialistas que intervinieron en ella, ni por el PSOE, ni por la cadena de mando militar (que tuvo pronto conocimiento a través de Armada) sino por el palacio de La Zarzuela, que había tenido puntual y urgente referencia de lo allí tratado. ¿Por parte de quién? Presumiblemente por parte del «traidor» Armada.
Tercero.- Está fuera de toda duda, porque lo reconocieron en su día tanto el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, como su ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, que el rey Juan Carlos estuvo muy interesado, a lo largo de todo el otoño de 1980, en llevar a Madrid al general Armada. Como fuera y donde fuera. Aunque tuviera que dejar de una forma muy poco conveniente para su curriculum profesional el mando operativo de una de las escasas divisiones del Ejército español. Tanto llegó a involucrarse el monarca en este tema que sus continuas recomendaciones y recordatorios causaron cierto malestar en el jefe del Ejecutivo centrista y no digamos en su fiel Rodríguez Sahagún («Pelopincho» para los militares) que nunca llegaron a comprender el desmedido afán del monarca por volver a tener a su vera al antiguo secretario general de su Casa.
Este malestar de Suárez en relación con el destino de Armada a Madrid alcanzó su climax en el despacho que tuvo el presidente del Gobierno con el rey el 22 de enero de 1981, fecha en la que la dimisión del primero, por necesidades del guión de la famosa «Solución Armada» y por las continuas presiones de los generales franquistas, estaba ya decidida. Don Juan Carlos comenzó el despacho interesándose una vez más por el destino de su antiguo subordinado a Madrid. El JEME, general Gabeiras, había hablado ya repetidas veces sobre el asunto con el ministro, quien se había resistido siempre prudentemente a tomar cualquier medida en ese sentido. ¿Qué papel y de que carácter está previsto desempeñe Armada en Madrid para que tenga que abandonar precipitadamente un alto mando operativo en Lérida? ¿Por qué esa insistencia del general Gabeiras, siguiendo perceptibles recomendaciones de La Zarzuela, para hacer efectivo el cambio cuanto antes? se habían preguntado una y otra vez los máximos mandatarios de la defensa de este país.
Adolfo Suárez hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la Jefatura de Artillería ni la Segunda Jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir, son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea importante desde el punto de vista de las relaciones políticas y sociales. Convendría esperar su ascenso a teniente general y destinarlo después a un cargo acorde con sus cualidades y conocimientos profesionales. El rey, con evidente malestar, se muestra en desacuerdo con el presidente y hace patente una vez más su deseo de que el general Armada se incorpore cuanto antes a un destino en la capital de España. Malhumorado cambia de tercio en la conversación…
En este asunto, aparentemente baladí, del destino del general Armada a Madrid se encierran algunas claves importantes para entender mejor todo lo que ocurriría después en la tarde/noche del 23-F. El interesado ha contribuido con sus manifestaciones (y contradicciones) a que mucha gente (y sobre todo los investigadores de aquél evento) hayamos prestado especial atención a un asunto que, de entrada, no revestiría trascendencia alguna: el cambio de destino profesional de un militar, por muy general que sea y por muy importantes que hayan sido sus cometidos anteriores. A no ser, claro está, que este cambio de guarnición del militar en cuestión fuera determinante para el éxito o el fracaso de una operación político-militar de altos vuelos que podría suponer, caso de concretarse, un auténtico revulsivo político nacional y llevar al susodicho militar nada menos que a la presidencia de un nuevo Gobierno de salvación nacional o de concentración (o de ambas cosas).
El caso es que con reticencias o sin ellas por parte del presidente Suárez y su ministro Rodríguez Sahagún, el general Armada se incorporó a su nuevo destino en Madrid, en el palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército, el 12 de febrero de 1981, once días antes de que el teniente coronel Tejero, con su alocado protagonismo, abortara en pocos minutos y de manera fulminante la famosa Solución política que llevaba el nombre de su jefe. ¿Qué impulsó al rey Juan Carlos a recomendar una y otra vez el destino urgente de Armada a Madrid? ¿Para qué lo quería tan cerca si continuamente se estaba entrevistando con él o llamándole por teléfono?
Durante el 23-F
Cuarto.- A las 18,40 horas del 23-F, escasos minutos después de que, como millones de españoles, se enterara del asalto al Congreso de los Diputados protagonizado por Tejero y todavía con la sorpresa y el estupor pegados a su mente puesto que lo ocurrido en la Carrera de San Jerónimo de Madrid se había salido totalmente del guión preestablecido e iba a condicionar (prácticamente a arruinar) la posterior consecución del proyecto político-militar que llevaba su nombre, el general Armada llama por teléfono al rey para, según el propio monarca que así se lo comunica a Sabino Fernández Campo cuando este le sorprende conversando con su antiguo colaborador, pedir su autorización para trasladarse a palacio a «explicarle lo ocurrido en el Congreso y buscar soluciones ante la grave situación creada». Juan Carlos, después de un cambio de impresiones con Sabino, le deniega esa autorización y le ordena permanezca en el Estado Mayor del Ejército a las órdenes del general Gabeiras.
Esta sorprendente actuación de Armada habla por sí sola. Con esta llamada telefónica el general descubre nítidamente quien es el jefe supremo, la autoridad máxima, el responsable último de todo el operativo puesto en marcha minutos antes en el magno edificio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, el personaje en beneficio del cual todos los implicados en el mismo trabajan: el rey Juan Carlos.
Porque si el rey no hubiera sido el jefe de Armada, si el general no hubiera tenido por encima de él la autoridad suprema del monarca y hubiera sido él y solo él (como muchos han sostenido desde entonces, incluidos el tribunal de Campamento y el propio rey Juan Carlos I) el cerebro, el jefe, el cabecilla máximo de la operación ¿A qué venía llamar al rey? ¿Qué tenía que explicarle en La Zarzuela si su señor era ajeno a todo y esa explicación, caso de producirse, le hubiera supuesto una confesión de culpabilidad y, en consecuencia, el pasaporte para ingresar de inmediato en la prisión militar de Alcalá de Henares?
¿Es que Armada se había vuelto loco de remate? ¿Se puede asumir, además, sin caer en el absurdo, que el líder de un golpe militar en ejecución llame por teléfono al jefe del Estado contra el que teóricamente está actuando para poder acudir a su palacio a explicarle lo que está pasando y tratar de buscar soluciones juntos ante un tropiezo inicial en el operativo? Ridículo de verdad. Salvo, claro está, que dicho jefe de Estado esté al tanto de los planes del cabecilla golpista, los haya autorizado con anterioridad y vaya a ser él el beneficiado máximo de la asonada al conjurar con ella una maniobra involucionista en proyecto mucho más devastadora y cruenta contra su persona y contra su régimen político.
Si Armada, en un momento especialmente duro para él, de confusión y duda ante la desastrosa actuación de Tejero que trastoca sus planes, llama directamente al rey y quiere verle y explicarle lo ocurrido, la única razón plausible y lógica para cualquier investigador escrupuloso de los hechos no puede ser otra que la siguiente: El antiguo secretario general de la Casa del Rey se cree en la obligación de excusarse ante él, de explicarse ante su señor, ante su jefe, por la actuación inconveniente de uno de los principales ejecutores del plan previsto entre ambos; actuación que puede arruinar todo el proceso político-militar tan arduamente planificado. Si no es así no puede comprenderse la actuación de Armada. Que, evidentemente, cometió algunos importantes errores tanto en el propio 23-F como en las semanas y meses anteriores al mismo, pero que nunca dio señales de estar loco, más bien todo lo contrario. Uno de esos graves errores cometidos, no obstante, le costaría caro, le llevaría directamente a la cárcel, a la ruina de su carrera, a la enfermedad y al abandono de muchos: no supo darse cuenta, él que siempre supo manejarse tan bien por palacios y despachos, de que los reyes (todos los poderosos en general pero especialmente los representantes de esa casta plurinacional en vías de extinción) no admiten, no pueden consentir fracasos en sus subordinados y validos cuando se trata de subterráneas maniobras palaciegas u oscuras reconducciones políticas al margen de leyes y Constituciones. Cuando un caso de esos se da, el torpe ayudante regio es inmediatamente sustituido por otro, leal e inteligente, que enderece enseguida el entuerto causado por su antecesor y luego consiga, con efectividad y discreción, el objetivo marcado y ambicionado por su señor.
Quinto.- La respuesta del monarca a la pretensión de Armada de acudir a palacio a darle explicaciones sobre el asunto Tejero es asimismo sorprendente, sobre todo en una primera lectura, aunque a poco que reflexionemos sobre ella resulta muy clarificadora. A esa hora de la tarde del 23 de febrero de 1981 (18,40) nada ha trascendido todavía al país sobre la presunta responsabilidad del antiguo secretario general de la Casa del rey, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División, señor Armada y Comyn, en los hechos que contra la legalidad democrática han empezado a desarrollarse, primero en Madrid y luego en Valencia. El general Armada sigue siendo en esos duros momentos un hombre de plena confianza regia, que goza de un gran predicamento profesional y personal en amplios sectores políticos y militares, que ha sido trasladado por el monarca a Madrid (a la Segunda Jefatura del Estado Mayor del Ejército) para, según determinados medios de comunicación y bastantes expertos y comentaristas militares, tenerlo cerca de él en unos momentos especialmente delicados de la vida nacional, ya que es proverbial la amistad y la consideración entre ambos.
Entonces, si nada ha trascendido a la opinión pública a esa hora de la tarde del 23-F sobre presuntas responsabilidades de Armada en los hechos que empezaron a desarrollarse en el Congreso a las 18,23 horas y si, como siempre ha sido aceptado por la práctica totalidad de analistas e investigadores de ese funesto evento (La Zarzuela y el Tribunal militar de Campamento, incluidos), el rey no sabía nada de las andanzas político-militares de su subordinado y amigo ¿por qué no lo recibe en palacio como lo había venido haciendo en las semanas y meses anteriores? No existía ninguna razón objetiva para no hacerlo puesto que la figura de Armada seguía siendo en aquellos momentos de gran nivel, de gran prestigio, de reconocida solvencia, de profunda lealtad a la corona… y podía ser, además, de gran ayuda para su señor, el rey Juan Carlos, de cara a resolver el arduo problema nacional que se había suscitado con la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados y la posterior salida de los tanques de Milans en Valencia.
Sin embargo, el rey no le autoriza a personarse en La Zarzuela y le cuelga de facto, con su negativa, el sambenito de persona «non grata» en palacio. Esta extraña decisión de don Juan Carlos de abandonar a su antiguo subordinado y amigo, con el que llevaba meses despachando casi a diario, y del que se decía en casi todos los medios de comunicación y mentideros de Madrid que era el elegido del monarca para ser presidente de un hipotético Gobierno de concentración/salvación nacional si las cosas seguían poniéndose feas en este país (la famosa «Solución Armada»), solo puede comprenderse desde el conocimiento del rey de la responsabilidad de Armada en los hechos que se estaban sucediendo en Madrid y Valencia y de su ferviente deseo de dejar a la corona al abrigo de cualquier sospecha.
Pero es que, además, esta sorprendente reacción del rey Juan Carlos negándole el pan y la sal al hasta entonces fiel colaborador, presenta una segunda lectura tan interesante como la anterior. Si el rey, como acabo de apuntar en el párrafo anterior, sí sabía de la responsabilidad del general en los hechos, la decisión de no recibirle y dejarle al margen de los acontecimientos (el rey se encierra con Sabino después de un episodio personal de desfonde, depresión y nerviosismo del que es testigo su propia esposa y sus allegados) no es precisamente brillante y apropiada para la pronta resolución de la crisis desatada por Tejero… si es que en La Zarzuela se quería en esos momentos que el secuestro del Gobierno de la nación y los señores diputados quedara resuelto cuanto antes, que esa es otra cuestión sobre la que volveremos enseguida.
Y digo que no fue ni brillante ni apropiada pues si el rey (como acabo de plantear) sabía de la autoridad de Armada sobre los golpistas, lo procedente para la pronta resolución de la crisis hubiera sido utilizar esa autoridad o liderazgo para, desde La Zarzuela, ordenar a Tejero a través de Armada su inmediata salida del Congreso. Orden que el teniente coronel de la Guardia Civil habría obedecido de inmediato si hubiera procedido de palacio. No se olvide que tanto los guardias civiles de Tejero como los soldados de la Acorazada que ocuparon Prado del Rey como los tanquistas de Milans iban dando vivas al rey, y sus oficiales, el propio Tejero (nada más llegar al Congreso manifestó públicamente que él estaba a las órdenes del rey y del capitán general de Valencia) y el general Milans del Bosch dijeron desde el principio que estaban a las órdenes del monarca por el bien de España. La cosa se hubiera resuelto en cuestión de minutos si Juan Carlos hubiera llamado a Armada a La Zarzuela y le hubiera pedido que desde allí (bien directamente o a través de Milans que era el jefe operativo) ordenara la salida de Tejero del Congreso y el regreso de los efectivos de la División Brunete a sus cuarteles. Igual que hizo luego personalmente con el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, para que retirara sus carros de combate y el decreto por el que asumía todos los poderes en su región Militar. Al que curiosamente, sin embargo, nunca le pidió que diera orden a su subordinado Tejero de abandonar la sede de la soberanía nacional, que tenía ocupada, dejando libres a los señores diputados y miembros del Gobierno que se encontraban en su interior. Cuestión de prioridades, sin duda.
Entonces ¿por qué el rey ningunea a Armada y permite que el secuestro del Congreso se alargue innecesariamente y amenace con extenderse y pudrirse?
Pues porque en La Zarzuela se trabajaba ya con otros parámetros. El peligro real para la corona no estaba en los «golpistas» del Congreso ni en los de Valencia, cuyos dirigentes obedecerían ciegamente (como así fue en el caso de Valencia cuando el rey le dio la taxativa orden a Milans) cualquier indicación del rey. El peligro real para la corona y, por ende, para el sistema democrático español (pero este último en una segunda prioridad para el gabinete de crisis dirigido por Sabino Fernández Campo) lo representaba el golpe duro, a la turca, que, en fase de preparación desde septiembre de 1980, podía desencadenarse en cualquier momento. Y que siempre había sido, desde que los servicios secretos militares alertaron sobre el mismo a Armada y al rey, la razón última de tanta entrevista Juan Carlos-Armada, del lanzamiento de la Solución político-militar que llevaba el nombre del segundo, de las «negociaciones» de su titular con Milans para atraerlo a la misma, del aparcamiento de la primera Solución Armada (la pacífica y pseudoconstitucional) debido a la negativa de los capitanes generales a aceptarla en su inicial planteamiento, y de la planificación y desencadenamiento de la segunda Solución Armada (Solución Milans, más bien) que contemplaba ya el asalto de Tejero al Congreso como un revulsivo nacional (con vacío de poder incluido) que propiciara el desmantelamiento traumático del golpe duro de mayo y la asunción de sus dos más altos dirigentes a la cúspide del Gobierno y de las Fuerzas Armadas.
A eso (a desmontar el golpe duro de los capitanes generales franquistas: Merry Gordon, Campano, De la Torre, Elícegui, Martínez Posse…) se dedicarían con prioridad absoluta el rey y su flamante gabinete de crisis, liderado por don Sabino. De ahí saldría ese espantoso vacío de poder constitucional de siete horas que puso al país al borde de un ataque de nervios. Lo del Congreso no es que no preocupara (repito que si se hubiera querido se podría haber resuelto en cuestión de minutos con una simple llamada del monarca, igual que ocurrió en Valencia) es que venía incluso muy bien para crear las condiciones idóneas para resolver de una vez por todas el grave problema que de verdad amenazaba a la corona y a la democracia: el golpe franquista en preparación que, todavía sin cerrar y con sus generales cogidos en falso, debía ser neutralizado aprovechando los poderes extraordinarios adquiridos por el monarca (inconstitucionales en principio) al permanecer secuestrados el Gobierno legítimo de la nación y todos los diputados.
En efecto, el rey en esas dramáticas horas (desde las 18,23 hasta las 01,10) ejercerá de presidente de facto de un Gobierno inexistente de Subsecretarios y Secretarios de Estado, liderado en teoría por Francisco Laína, con todos los poderes en su mano. Sin decretar estado de excepción o de sitio alguno (decisión que debía haber recaído en el Gobierno por muy provisional que fuera) don Juan Carlos, aprovechándose del secuestro del Gobierno constitucional de la nación que él podía haber resuelto de inmediato si hubiera querido a través de Armada o Milans, mueve todos los hilos del poder (JUJEM, servicios secretos, Gobierno provisional…etc) para lograr, tras unas dramáticas negociaciones, lo que a él le interesa sobremanera: que los capitanes generales del golpe duro (prácticamente todas las autoridades regionales, el 80% del Ejército operativo) vuelvan al redil de la sumisión y la obediencia. Pero a su persona, ojo, (Antonio, Angel, Pedro… ¿estás conmigo? será la angustiosa fórmula inicial en las llamadas del rey a los generales franquistas) no a la autoridad democrática del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo soberano al que, en todo este sainete real, le tocará hacer el triste papel de comparsa, de mudo, de humillado, de «secuestrado de piedra»…A manos de unos hombres armados que, para evitar desde el principio cualquier duda sobre quien los mandaba (los dos generales más monárquicos del país) entraron en el sagrado recinto de la soberanía nacional dando sonoros vivas al rey… y a la patria en peligro.
No obstante, a don Juan Carlos la tarea no le resulta fácil. Algunos capitanes generales ni siquiera se ponen al teléfono. Otros retrasan horas y horas la conversación con el rey. Hablan entre ellos. Los más radicales (Baleares, La Coruña, Zaragoza…) están dispuestos a sacar las tropas a la calle y decretar el estado de guerra. Pero la falta de preparación (el golpe estaba perfectamente planificado pero no se habían distribuido todavía las órdenes operativas y las logísticas), la sorpresa de lo de Tejero, la llamada del rey investido de todos los poderes y con su persona crecida por los acontecimientos, y la indecisión de Milans que, captado por Armada para la causa del rey, no se atreve a capitanear el nuevo golpe en preparación, precipita al aborto traumático del golpe de mayo.
Una vez que el rey, con la inestimable ayuda de Sabino, esté seguro del acatamiento de los capitanes generales habrá llegado la hora de desactivar el simulacro, el falso golpe del 23-F, la maniobra palaciega planificada por Armada para salvar la corona de su señor. Que luego, así es la vida, le acusará de traición igual que a Milans. Sabino, el nuevo valido real, a través del Ayudante del rey, Muñoz Grandes, y del coronel Gómez de Salazar, negocia (más bien ordena a Tejero) su salida del Congreso a través del llamado «pacto del capó». El teniente coronel de la Guardia Civil, que no había sido informado de casi nada y que ya había protagonizado un rifirrafe con un Armada fuera de juego, se pliega rápidamente a las exigencias de La Zarzuela. Es evidente que Sabino podía haber dado esa orden de desalojo del Congreso a las siete o a las ocho de la tarde pero a esas horas el gabinete de crisis y el rey Juan Carlos estaban muy ocupados realizando la tarea que de verdad les preocupaba. Y para finalizar la cual con éxito no dudarían un solo instante en sacrificar a los dos generales más monárquicos y fieles (e ingenuos, por supuesto) que nunca ha tenido ni tendrá a su servicio monarca alguno.
Sexto. – El rey tarda siete horas en hablar al pueblo español para descalificar y oponerse al «golpe» que acaba de estallar con el asalto de Tejero al Congreso de los diputados. Lo podía haber hecho en cuestión de minutos a través de la radio mediante comunicación telefónica desde palacio. Sin embargo, no lo hace, pide unos equipos de grabación a Prado del Rey (que los oficiales golpistas que ocupan esas instalaciones le envían sin ningún problema) y pierde horas y horas en preparar una comparecencia por televisión que finalmente es emitida sobre las 01,13 horas del 24 de febrero, cuando la crisis política e institucional del país ha sido por fin resuelta y los capitanes generales de las distintas regiones militares han prometido fidelidad al monarca. ¿Por qué Juan Carlos no se define públicamente sobre la intentona golpista hasta pasadas siete horas del comienzo de la misma? Ya han sido expuestas en el presente trabajo algunas razones que justificarían tamaño retraso pero estoy seguro de que los ciudadanos de este país querrían oír algún día de labios del rey la principal, la suya, la que ha permanecido en la más absoluta de las oscuridades estos veinticinco años.
Séptimo.- Los presuntos golpistas del 23-F, como es norma en cualquier golpe de Estado que se precie, no ocuparon (ni intentaron ocupar) el palacio de La Zarzuela, sede oficial del jefe del Estado. No interrumpieron tampoco sus comunicaciones dejando al rey libre y perfectamente enlazado con todos los poderes del Estado. Incluso la relación telefónica de palacio con el Congreso de los Diputados, donde Tejero se había hecho fuerte, y el ministerio del Interior, sede del Gobierno interino, fueron siempre fluidas y satisfactorias. Este anómalo proceder de los dirigentes de la intentona casa perfectamente con sus insistentes declaraciones públicas, durante y después del operativo, en el sentido de que el rey avalaba la misma por el bien de España. Y la lógica efectivamente nos lleva en esa dirección (en la del respaldo regio, lo del bien de España ya es otra cuestión muy discutible) pues pensar otra cosa, a día de hoy, nos llevaría al absurdo de creer que los altos mandos militares que planificaron el 23-F (profesionales de Estado Mayor de tanto prestigio como Armada y Milans) eran tontos de capirote y se olvidaron de incomunicar al jefe del Estado contra el que iban actuar; medida ésta que jamás dejaría de tomar el más humilde e irreflexivo de los golpistas caribeños y africanos. O peor aún, que sin olvidarse para nada de semejante premisa golpista (que conocen todos, absolutamente todos, los cadetes de todos los Ejércitos del mundo) decidieron dejarlo libre para que así fuera capaz de oponerse mejor y luchar con más efectividad contra el golpe que ellos protagonizaban. Con lo que ellos fracasarían estrepitosamente y acabarían con sus huesos en la cárcel durante treinta años… Atípico golpe de Estado este del 23-F. «Made in Spain».
Octavo.- Y sigamos con las excentricidades de tan atípico golpe militar. Los carros de combate de Milans salieron a las calles de Valencia totalmente desarmados (sólo con escasa munición de armas ligeras para la defensa de las tripulaciones) y con órdenes rigurosas de respetar el entorno urbano para evitar accidentes entre la población civil. Consigna esta última que cumplieron escrupulosamente (los pesados tanques de cincuenta toneladas se paraban educadamente ante los semáforos en rojo) hasta el punto que nunca se tuvo noticia del más pequeño incidente de circulación o de cualquier otro tipo a cargo de estas unidades.
Esta actuación del capitán general de Valencia y las órdenes reservadas impartidas a sus unidades operativas en el sentido de evitar la violencia a cualquier precio indican claramente que (parafernalia castrense aparte con bando incluido) aquello en lo que se había embarcado el general Milans no era en sí un verdadero golpe militar contra el sistema (que hubiera discurrido evidentemente por otros derroteros mucho menos educados y mucho más sangrientos) sino más bien un simulacro, una puesta en escena, un «teatrillo» castrense pactado con Armada para crear las condiciones adecuadas y necesarias para hacer viable la «Solución Armada». O como declararía años después a este investigador desde la prisión militar de Alcalá de Henares el anciano militar: «…se trataba de escenificar una situación política especial, limitada en el tiempo, en provecho de España y la Corona».
Como por otra parte quedaría fehacientemente demostrado a lo largo de la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 cuando, superadas la sorpresa inicial y el malestar que le causaron el cambio de planes de La Zarzuela y las peticiones personales del rey para que echara marcha atrás, el general Milans cumpliría las nuevas órdenes del monarca quedando con ello en una situación personal y profesional harto difícil.
No cabe duda de que allá por donde lo miremos el famoso golpe del 23-F es atípico, irreal: ahí tenemos a la máxima autoridad militar de los «insurgentes», el teniente general Milans del Bosch, charlando amigable y respetuosamente repetidas veces con el jefe del Estado contra el que teóricamente estaba actuando y obedeciendo a continuación sus órdenes para poner fin a la asonada. En España es que no somos serios ni cuando se trata de golpes militares. ¿Pero es que los golpistas, en alguna parte del mundo, reciben órdenes de alguien que no sea su jefe natural? ¿Pero es que un jefe golpista, en alguna parte del mundo, recibe una llamada del jefe del Estado en el que está actuando ilegalmente, llamándole por su nombre de pila y ordenándole que retire sus tanques y se meta el bando de declaración del estado de guerra por donde le quepa? ¿Pero es que un líder golpista, en el caso de recibir tan absurda llamada, iba a obedecer sin más la orden de retirar sus tropas para darse por fracasado antes de disparar un tiro y pasarse el resto de su vida en prisión o sólo unos segundos ante el pelotón de ejecución? ¿No es lícito pues que cualquier mortal más o menos instruido piense (incluido los nacidos en esta bendita piel de toro ibérica a los que siempre les dan todo pensado y repensado cuando se trata de estas cosas) que, en el caso de que esa sorprendente relación telefónica entre el jefe de un Estado y el jefe de los golpistas se diese realmente, alguna extraña dependencia debería existir entre ellos? Y no digamos nada si el jefe de ese hipotético Estado resulta ser un rey, por muy constitucional que sea, y el cabecilla golpista un general muy amigo del anterior y monárquico hasta el tuétano.
Noveno.- Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del Estado contra el que atentan en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar llevan siempre sus «santabárbaras» a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo de los rebeldes en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe del Estado; los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de un golpe militar no suelen ser tan estúpidos como para llamar por teléfono a la suprema autoridad de la nación, contra la que están actuando, para tratar de explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de trescientos kilómetros de distancia; los blindados rebeldes nunca, nunca, salvo que el «general» Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación, todo lo contrario, intentan por todos los medios alcanzar cuanto antes sus objetivos (palacio real o presidencial, palacio de Justicia, centrales telefónicas, emisoras de radio, de televisión, Banco Central…etc, etc) importándoles un comino los accidentes o bajas entre la población civil; y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el líder de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su futuro Gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada) formado curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno sino por políticos pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que está actuando ilegalmente.
Todo esto es de sentido común y exactamente lo contrario a lo ocurrido aquí, en nuestro archifamoso 23-F. Que desde luego no fue un verdadero golpe militar, ni una «intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen» según la tesis oficial de estos últimos veinticinco años, ni el pronunciamiento clásico de un Ejército como el franquista deseoso de parar «manu militari» el proceso político democrático en marcha (ese órdago antisistema estaba previsto para unos meses después), ni siquiera la maniobra despreciable de unos cuantos militares monárquicos que, queriendo medrar y promocionarse, traicionaron a su señor y utilizaron su nombre en vano. No, no fue nada de eso, aunque se nutriera en última instancia de personas, medios e ideas cercanas a alguno de estos planteamientos. A quien esto escribe, historiador militar inasequible al desaliento, le ha costado más de veinte años y miles de horas de trabajo y estudio llegar a desentrañar la mayor parte de este misterio político-militar español de finales del siglo XX. Y quiere, por supuesto, que sus conciudadanos, los españoles en general y la historia de este país lo conozcan también. En esas estamos…
Posteriores al 23-F
Décimo.- Armada solicita al rey (como ya he expresado al hablar de las numerosas entrevistas habidas entre ambos en los tres meses anteriores al 23-F) autorización para usar en su defensa lo tratado con él en la reunión secreta del 13 de febrero de 1981 en La Zarzuela, diez días antes del «intento involucionista». El rey se lo deniega. Esta prohibición del monarca habla por sí sola. ¿Qué temía Juan Carlos de las declaraciones que pudiera efectuar su antiguo subordinado en relación con el 23-F? Si no estaba relacionado con ese desgraciado evento, ni sabía nada del mismo, lógicamente ese asunto no se habría tratado en la famosa reunión de La Zarzuela y no podía constituir ningún peligro para la corona el que saliera a la luz pública lo comentado en un encuentro privado e intrascendente.
Y todavía resulta más sorprendente, en este tema de la negativa regia a que Armada diera publicidad a lo tratado con su señor el 13 de febrero, el hecho de que el general le obedeciera y se callara como un muerto ante el tribunal que lo juzgó arriesgándose así a una fortísima pena. Si efectivamente Armada había traicionado al rey y había sido un desleal al organizar un golpe de Estado a espaldas del monarca (como ha reconocido la doctrina oficial todos estos años y el propio Juan Carlos no se ha cortado un pelo en propalar) ¿qué razones tenía para obedecerle después cuando ya había sido desenmascarado por su señor y se exponía a una larguísima condena de treinta años de cárcel? ¿Por qué renunciar a defenderse con lo que él presuponía (en caso contrario no se lo hubiera pedido al rey) podía ayudarle a rebajar o incluso anular tan grave pena?
Ciertamente resulta patética la figura de este hombre (Armada), tachado de traidor por su señor y arrojado a los pies de los caballos y que, sin embargo, le obedece y se sacrifica por él aún a costa de dar con sus huesos en la cárcel por muchos años; aunque apenas un lustro después, todo hay que decirlo, fuera excarcelado subrepticiamente debido a la profunda depresión que padecía, alojado todo un año con su familia en plan «VIP» en el hospital militar «Gómez Ulla» y posteriormente indultado.
¿Qué clase de traidor y desleal fue en realidad este Armada que se sacrifica por su rey, se convierte en un cabeza de turco de manual, y negocia a continuación su silencio perpetuo por el plato de lentejas de un retiro placentero lejos de la prisión militar? ¿No estaremos más bien ante la figura histórica del valido que, obedeciendo las órdenes de su señor, se mete en un «jardín» político-militar-institucional y después, ante el fracaso de la operación palaciega, es sacrificado y lanzado a las tinieblas por el bien del Estado y de la Institución?
Todo apunta efectivamente, veinticinco años después de aquellos acontecimientos, a que fue así. Y el propio interesado, cuando aún no había cerrado el pacto de silencio con La Zarzuela y permanecía sólo, abandonado y al borde de la muerte en la prisión de Alcalá de Henares, lo transmitió una y otra vez a las escasas personas que, por necesidades de su trabajo, por solidaridad y altruismo, estuvieron a su lado en aquellos tristes momentos de su vida. Algunas de estas personas todavía están vivas y que yo sepa no se han quedado mudas como el otrora poderoso (y ahora pobre cultivador de camelias) marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército español, don Alfonso Armada y Comyn.
Undécimo.- El rey Juan Carlos llama traidor al general Armada a través de José Luis de Vilallonga en el libro biográfico «El Rey», publicado en Francia. Sin embargo, en la edición española del mismo no figura ese pasaje. Resulta extraña esa mutilación del texto original en un libro de amplísima difusión nacional y que le podía haber servido al monarca para ratificar ante los españoles, con pelos y señales, la incuestionable deslealtad de uno de sus más fieles colaboradores. Sin embargo, no lo hace. ¿Por qué en Francia sí y en España no? ¿Pesaría en el ánimo de don Juan Carlos aquello tan arcaico de la inmadurez del pueblo español? ¿O tal vez aquello otro tan arcaico también de que en casa de uno hay cosas que mejor es «no meneallas»?
Duodécimo.- Siempre ha resultado muy extraño en esta oscura y rocambolesca «intentona golpista» del 23-F que fueran los dos generales más monárquicos del país (de gran prestigio los dos, por otra parte) los que se levantaran en armas contra el régimen político representado por su amo y señor, el rey de España, al que ambos profesaban un respeto y una consideración fuera de cualquier duda. Para estos dos militares, uno procedente de la nobleza y dedicado durante muchos años al servicio de don Juan Carlos, y el otro de familia entroncada en la élite castrense más monárquica, el rey era un bien en sí mismo, una especie de patrimonio nacional al que había que preservar de cualquier peligro y al que había que darle todo sin que importara sacrificio personal alguno. Y efectivamente cada uno de ellos, en sus respectivos círculos profesionales, trabajaron sin desmayo durante años para que la monarquía recién «reinstaurada» por el dictador Franco echara raíces en una España convulsa a la que le costaba encontrar su camino. Uno de ellos, el de más peso militar, el teniente general Milans del Bosch, incluso llegó a enfrentarse (desmarcándose finalmente de su proyecto) al grupo de generales franquistas que, tachándole de traidor al generalísimo, querían la inmediata caída del rey Juan Carlos. El otro, el general Armada, convirtiéndose en el fiel servidor palaciego del monarca, en su confidente, en su ayudante, en su asesor personal, en el secretario general de su Casa.
Resulta increíble, por imposible, que estos dos altos militares monárquicos se pusieran de acuerdo para conspirar en secreto contra el Estado al margen de su amo y señor, poniendo así en peligro una Institución que para ellos era sagrada y por la que estaban dispuestos a arrostrar los mayores sacrificios. Y más increíble resulta todavía (de ciencia/ficción castrense, sin duda) que, después de esa hipotética conspiración, estos dos militares cortesanos se atrevieran a llevar a cabo unos planes político-militares, que necesitaban ineludiblemente del aval de la corona para tener un mínimo de garantías de triunfar, sin el conocimiento y la autorización del rey, por su cuenta y riesgo, capitaneando nada menos que un golpe de Estado que podía hacer saltar todo por los aires, incluida su amada Institución del alma.
Estos dos generales, Armada y Milans, eran (uno todavía lo es) monárquicos viscerales; el primero de ellos, Armada, probablemente también ambicioso; el segundo, Milans, autoritario y temerario, como muchos militares. Pero ninguno de los dos dio muestras jamás, a lo largo de sus dilatadas carreras, de estupidez supina, ingenuidad extrema o idealismo patológico. Además, nunca tuvieron reparo alguno en manifestar ninguno de los dos a todo aquél que quería oírles, salvo en el malhadado juicio militar de Campamento donde reinó un demencial «pacto de silencio» gestionado por los servicios secretos militares y el propio Gobierno de Calvo Sotelo, que ellos siempre fueron fieles al rey, no le traicionaron jamás, no conspiraron a sus espaldas, se limitaron a cumplir órdenes y a trabajar arduamente y con mucho riesgo personal para solucionarle la tremenda papeleta político-castrense que tenía encima de la mesa en aquél terrorífico otoño de 1980. Riesgo que al final se traduciría, como todos sabemos, en una exagerada condena de treinta años de prisión para cada uno de ellos. Dos cabezas de turco «ad hoc», evidentemente, para salvar una endiablada encrucijada histórica que podía dar al traste, si emergía la verdad, con la débil transición política emprendida.
Han pasado treinta y seis años y esa verdad, sin embargo, sigue siendo la misma, ha sido investigada a fondo y debe llegar de una vez a todos los españoles y a las páginas de la historia. Ahora ya no peligra el débil entramado de un Estado que en estos años se ha hecho fuerte, democrático y de derecho. El pueblo soberano tiene derecho a saber toda la verdad sobre el 23-F a través de sus legítimos representantes…
Decimotercero.- El rey, en un programa televisivo especial con motivo del vigésimo quinto aniversario del inicio de la transición democrática, emitido por TVE el día 19 de noviembre de 2000 y titulado «Juan Carlos I, 25 años de reinado», echó la culpa de su tardanza en salir por televisión para condenar el golpe del 23-F a «un capitán golpista (sic), de Caballería por más señas, que se negó a enviar los equipos necesarios para la grabación desde Prado del Rey».
Esta sorprendente afirmación de Juan Carlos, que no se ha prodigado precisamente en declaraciones personales en relación con este turbio asunto, es totalmente falsa ya que las Unidades militares que ocuparon las instalaciones de TVE (como otros objetivos muy limitados de Madrid) lo hicieron precisamente en nombre del monarca, dando vivas a su regia persona y obedeciendo, según sus jefes, órdenes de La Zarzuela. Ninguno de estos mandos se hubiera atrevido, en aquellas circunstancias, a hacer oídos sordos al más mínimo requerimiento del rey. Y el capitán «golpista» en cuestión (capitán Merlo del Regimiento de Caballería Villaviciosa 14) no sólo no puso pegas a la orden transmitida al efecto por el marqués de Móndejar sino que se apresuró a cumplirla con prontitud y eficacia recabando la salida de los equipos (2) al propio director general de la casa, Fernando Castedo.
Como se ve una vez más, seguimos con los sinsentidos, las inexactitudes y las falsedades en este golpe militar «sui generis» del 23-F: los «golpistas» dando vivas al jefe del Estado y enviándole unos equipos de televisión para que pueda dirigirse cómodamente a su pueblo desde su propio palacio y conjurar con ello cuanto antes la ilegal maniobra que ellos mismos protagonizan; éste, el rey, aprovechándose (aunque con evidente retraso por necesidades del guión) de las facilidades que le brindan esos atípicos golpistas y tachándoles después (cuando la corona ya no le baila sobre su cabeza) de eso, de auténticos golpistas y de traidores. ¡Cosas veredes, Sancho!
Decimocuarto.- «Todo lo que hice, lo hice obedeciendo órdenes del rey. Jamás fui desleal con él. Nunca le traicioné. Me he sacrificado siempre por la Corona». «Fue precisamente el rey el que tras conocer puntualmente los peligros que se cernían sobre España, la democracia y la Corona, me propuso ser presidente de un Gobierno de concentración o unidad nacional a formar con representantes de los principales partidos políticos. Y me encargó que yo personalmente hablara con sus principales dirigentes y buscara el consenso para llevar a buen término el proyecto».
Las palabras del monárquico general Armada en la prisión militar de Alcalá de Henares a algunas de las personas que le apoyaron espiritualmente en los últimos meses de soledad son bien elocuentes, si hemos de creer a un hombre acabado, abandonado, enfermo, deprimido, encarcelado…
Cosa que no resulta fácil, la verdad, tratándose de un «militar golpista, ambicioso, desleal y traidor».
Decimoquinto.- En el juicio militar de Campamento prácticamente todas las personas que declararon (testigos e implicados) manifestaron que los presuntos golpistas creían obedecer órdenes del rey porque, según sus mandos, el monarca estaba al frente de la operación. El propio Tejero, una de las primeras cosas que dijo tras ocupar el Congreso de los Diputados fue que «sólo obedecería órdenes del rey y del capitán general de Valencia, Milans del Bosch». Y el general Armada no se cansó de repetir, antes, durante y después del evento, que «siempre estuvo a las órdenes del rey».
Sin embargo, el Tribunal militar dio por sentado que todos mentían o habían sido engañados y que sólo La Zarzuela decía la verdad, que no sabía nada de los manejos de Armada y que éste fue un desleal y un traidor. No se molestó en averiguar nada en esa dirección, en la de la posible culpabilidad del monarca, cuando existía sobre la mesa un dato estremecedor: el rey se había entrevistado 11 veces con Armada (el presunto cabecilla supremo de la intentona) entre diciembre de 1980 y febrero de 1981, las dos últimas escasos días antes del 23-F, concretamente el 13 de febrero (en la reunión reservada en La Zarzuela de la que don Juan Carlos exigió después a su invitado secreto absoluto) y el 17 del mismo mes, seis días antes del asalto de Tejero. Entonces ¿por qué el Tribunal no investigó la actuación del rey antes y durante el frustrado golpe? ¿Es que el Tribunal no sintió nunca la más mínima curiosidad sobre lo que podrían haber hablado el monarca y el presunto máximo responsable de la asonada en sus frecuentes entrevistas y sobre todo en las dos últimas, a escasas fechas de ponerse en marcha el operativo golpista? ¿Por qué se dio por demostrado que La Zarzuela no sabía nada del mismo?
Porque resultaba chocante ya entonces (y no digamos ahora) que el rey no supiera nada de lo de Armada (sus planes político-militares se publicaron hasta en los periódicos y los servicios secretos castrenses ofrecieron suculentos resúmenes periódicos del estado operativo de los mismos a los mandos de las Fuerzas Armadas, incluidas las dos entrevistas de Armada con Milans en Valencia) y se siguiera entrevistando una y otra vez con él en el más absoluto de los secretos.
Y más chocante y extraño resulta todavía que habiendo declarado muchos testigos e implicados, bajo juramento, que todos ellos habían sido informados por sus mandos naturales (en el Ejército se suele respetar y creer al que ejerce el mando, sino aviada iba la Institución) de que el rey dirigía todo, de que la operación se hacía por el bien de la Corona y de España, el Tribunal militar no investigara en esa dirección para llegar al fondo de la verdad. ¿Es que se tenía miedo a esa verdad, a la verdad absoluta? ¿O es que esa verdad se conocía ya de antemano y no se quería que saliera a la luz? ¿Se temía que el país, como estaba en aquellos momentos, no aguantara la revelación de que en la jefatura del Estado podíamos tener a un presunto «rey golpista»?
Decimosexto.- Sin la autorización (tácita o expresa) del rey Juan Carlos jamás se hubiera podido producir (ojo a lo que digo ¡jamás!) el 23-F. Así de claro y así de rotundo. Para que ya nadie pueda alegar en este país que las cosas no se expresan con total claridad y que todavía tiene sus dudas… El rey siempre ha recibido desde su ascenso al trono en 1975, información privilegiada y directa de la cúpula militar (JUJEM), de los servicios secretos militares y en concreto, y desde su creación en 1978, del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), donde él mismo colocó en 1981 a uno de sus hombres de confianza, el general Manglano, que ha permanecido hasta fecha reciente al frente del mismo. En la actualidad el CESID ha pasado a denominarse, como todos sabemos, CNI (Central Nacional de Inteligencia).
Por lo tanto, el rey siempre estuvo perfectamente informado, porque todos estos órganos de Inteligencia también lo estaban, de los preparativos de Armada y Milans para llevar a cabo la llamada «Solución Armada». Como lo estábamos también muchos altos mandos militares y sus Estados Mayores. Quiere esto decir que, aunque Armada y Milans hubieran sido de verdad unos desleales de antología y se hubieran callado como muertos ante su señor en relación con esos planes (cosa harto difícil sobre todo para el primero dados sus continuos contactos y entrevistas), don Juan Carlos hubiera seguido igualmente al tanto de ellos a través de sus variados y selectos informantes; y, en consecuencia, en disposición de abortarlos en cualquier momento.
No lo hizo, evidentemente. Y si no lo hizo fue porque no quiso. Y si no quiso fue porque lógicamente y en líneas generales estaba de acuerdo con la operación. Otra cosa es que le sorprendiera, como nos sorprendió a muchos, la estrafalaria entrada de Tejero en el Congreso y su penosa actuación posterior. Actuación desgraciada que, puestos a analizarla someramente, hundía sus raíces en variadas razones personales y de planificación: el desconocimiento que siempre arrastró el teniente coronel de la Guardia Civil sobre aspectos muy concretos y fundamentales del operativo en el que estaba inmerso; la excesiva libertad operativa que sus mandos le habían otorgado para la ejecución del mismo aunque exigiéndole, es cierto, mínima violencia y ausencia absoluta de bajas; y el efecto perverso que le supuso el llamado «síndrome del golpe de mano», que conocemos muy bien los militares que hemos protagonizado alguna acción bélica muy arriesgada y espectacular, y que lleva al afectado a no poder metabolizar adecuadamente la inyección de adrenalina que inunda su cuerpo en el momento álgido de la acción, haciéndole cometer errores imperdonables y salidas de guión (o de órdenes) que arruinan la misión.
Y en esta peligrosísima ocasión del 23-F, el teniente coronel Tejero, atacado por ese desagradable síndrome operativo, por su reconocida vanidad, por su ancestral antipatía hacia los políticos y por un patológico afán de protagonismo, no sólo arruinaría la maniobra político- militar- institucional planificada por sus superiores (que renegarían enseguida de ella, incluidos los dirigentes de los principales partidos políticos que le habían dado su placet) sino que, además, a título personal, haría el más espantoso de los ridículos en su particular versión del «Comandante Cero» español.
CONCLUSIONES. CARGOS CONTRA EL REY JUAN CARLOS I QUE SE DESPRENDEN DEL ESTUDIO DE LOS HECHOS Y DE LOS INDICIOS RACIONALES DE RESPONSABILIDAD ANTERIORMENTE EXPUESTOS
Del pormenorizado estudio de los hechos relacionados en los apartados anteriores, así como de los abundantes indicios racionales de responsabilidad expuestos y analizados en los mismos, se desprende que don Juan Carlos de Borbón podría haber incurrido en las siguientes responsabilidades:
1ª.- Autorizar la puesta en marcha de una compleja operación político-militar inconstitucional y, por supuesto, ilegal, para cambiar el Gobierno de la nación al margen del deseo de los ciudadanos expresados en la urnas y que básicamente consistía en crear una situación de emergencia nacional ficticia (o por lo menos factible de ser controlada en cualquier momento) a cargo de un pequeño círculo de militares cortesanos para, una vez desatada ésta y creado un peligrosísimo vacío de poder, neutralizarla mediante la instauración en España de un Gobierno de concentración o unidad nacional presidido por un militar de prestigio (el general Armada) que pudiera abordar de inmediato el «golpe de timón» político hacia posturas más radicales y autoritarias, como insistentemente demandaba el ala más derechista del franquismo castrense. Y desmontando así el golpe involucionista (duro o a la turca) que contra la corona y la democracia preparaban los generales con más poder dentro de ese núcleo duro franquista.
2ª.- Una vez desencadenado el atrabiliario «golpe», alarmado ante la incalificable actuación del teniente coronel Tejero en el asalto al Congreso de los Diputados y aconsejado por sus fieles edecanes palaciegos en el sentido de que no podía asumir unos acontecimientos que podían dañar seriamente a la Institución monárquica, se desmarcó inmediatamente de ella abandonando a su suerte a los dos generales monárquicos que la habían planificado, renegando de ellos y de las acciones que habían emprendido bajo sus órdenes para inmediatamente tratar de neutralizar la peligrosa situación creada en el país. En el curso de esta apresurada reconducción de sus propios planes despreció una y otra vez la autoridad del Gobierno interino de subsecretarios y secretarios de Estado que él mismo había aceptado, tomó decisiones políticas sin refrendo alguno de ese Ejecutivo provisional (y, por ende, sin ningún valor legal), se arrogó poderes que no le correspondían constitucionalmente (actuando de facto como un dictador) y «negoció» directamente con los capitanes generales franquistas la sumisión a su persona y a la Institución que ella representaba mediante promesas de actuación política a cargo de futuros Gobiernos de la nación.
3ª.- Dentro de esas decisiones políticas y tomas de postura personales sin refrendo alguno del Gobierno interino destacan las órdenes y conversaciones directas con el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, obviando una y otra vez la autoridad de los responsables interinos del ministerio de Defensa, en orden a que retirara sus tanques y el bando por el que asumía todos los poderes en su Región Militar; así como la orden a la JUJEM, también directa y sin consultarla siquiera con el Ejecutivo provisional, para que controlara toda la estructura operativa de las Fuerzas Armadas a través de la cadena de mando y le informaran a él directamente de la más mínima novedad.
También ordenó, en una actuación que pone de relieve la autoridad que ejercía sobre los presuntos golpistas (que iban dando vivas a su persona y a España), a la Unidad militar que ocupaba las instalaciones de TVE en Prado del Rey (un escuadrón de Caballería del Regimiento Villaviciosa 14) el envió de dos equipos técnicos para grabar un mensaje al pueblo español, que salió al aire a las 01,13 del día 24 de febrero. Sin embargo, no impartió orden alguna ni ejerció personalmente ninguna presión sobre el teniente coronel Tejero para que retirara sus hombres del Congreso y pusiera fin al secuestro del Gobierno legítimo de la nación. Lo que hubiera podido solucionar la grave crisis que asolaba al país en cuestión de minutos puesto que una de las primeras manifestaciones que hizo el citado jefe de la Guardia Civil, después de ocupar la sede de la soberanía nacional, fue que el «sólo obedecería al rey y al general Milans».
En definitiva, respetando la presunción de inocencia que le corresponde al jefe del Estado como a cualquier otro ciudadano español, si el rey Juan Carlos, como parece desprenderse de los numerosos indicios racionales apuntados, conspiró con los militares de su entorno más íntimo para cambiar el Gobierno legítimo de la nación al margen del pueblo y salvar así su corona desbordando e ignorando una y otra vez sus competencias constitucionales, podría haber incumplido sus obligaciones de «desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades Autónomas» recogidas en el artículo 61.1 de nuestra Carta Magna, convirtiéndose así de facto en todo un presunto «rey golpista». Que, efectivamente (eso nadie lo duda) nos salvó a todos los españoles de un «pseudo golpe de Estado» el 23 de febrero de 1981. Del pseudo golpe o más bien “maniobra político-militar-institucional-borbónica” que él mismo había organizado con sus fieles cortesanos militares… Figura ésta, por otra parte (la de rey golpista), que no resulta nada nueva en la reciente historia de nuestro país. Ya Alfonso XIII en su día (1923) autorizó y respaldó un golpe de Estado militar (que en principio le salió bien aunque luego acabara con su reinado) colmando de prebendas y honores al marqués/general que lo protagonizó. En 1981, sin embargo, su nieto, más astuto y con menos remilgos morales, parece ser que supo apearse a tiempo del tigre que cabalgaba enviando a prisión a los dos generales que lideraban su atípica apuesta palaciega, uno de ellos ¡qué casualidad! también marqués. Resulta evidente que esto de los golpes militares, históricamente, les va mucho a los Borbones y, además, que han aprendido con el paso del tiempo y ahora manejan mejor y más expeditivamente a sus militares de cámara.
Alcalá de Henares 14 de febrero de 2017
Fdo: Amadeo Martínez Inglés
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