Agutín Moreno
Aún era de noche a las 7 de la mañana del 25 de enero de 1977. Varios militantes de las aún ilegales comisiones obreras de la construcción habían quedado frente al hospital Gómez Ulla, cerca del metro de Carabanchel, para repartir panfletos en las obras de la zona. La noticia, que ya recogían las primeras ediciones de los periódicos, fue un mazazo: “Matanza en un despacho de abogados de la calle Atocha”. Los cuatro compañeros conocían bien aquel despacho. En él y en otros de laboralistas les llevaban pleitos por despidos o reclamaciones salariales y les defendían en procesos por actividades antifranquistas ante el Tribunal de Orden Público.
Tras el aturdimiento por la información, la decisión fue rápida, como una manera de conjurar la rabia. Se dirigieron a las obras que pensaban recorrer en el barrio a medio construir de Aluche. En vez de ir dando los boletines de CCOO de la construcción sobre el convenio y las próximas huelgas, fueron informando del crimen. Yo era uno de ellos y nunca olvidaré la respuesta de los trabajadores: se quedaban paralizados ante la información, iban dejando caer las herramientas al suelo y las obras, una tras otra, quedaban paradas. Estas huelgas espontáneas, a iniciativa de un grupo de militantes, ponían de manifiesto el prestigio social de los abogados laboralistas, el nivel de conciencia obrera existente al final del franquismo y las ansias de libertad.
Las consecuencias políticas de aquel atentado realizado por un grupo fascista de la ultraderecha que seguía empeñada en asegurar el franquismo fueron varias. La respuesta de masas que dieron el PCE y CCOO ayudó a dinamizar el proceso democratizador hasta el punto de que, si bien Franco murió en la cama, se podría afirmar que el franquismo murió en la calle en aquella impresionante manifestación de duelo, serenidad y determinación obrera y ciudadana [vídeo, abajo]. En Semana Santa se legalizó el PCE, los sindicatos obreros en vísperas del 1 de Mayo y, en junio, se celebraron elecciones democráticas.
Pero el atentado también cuestiona el modelo canónico de transición idealizada por el supuesto consenso, hasta el punto de poder pensar que fue una transición acordada con una pistola en la sien, en la que hubo casi 600 muertos por la violencia política e institucional. Lo cierto es que las fuerzas democráticas se vieron sometidas al chantaje de la violencia y a tener que decidir entre una democracia de baja intensidad o el alargamiento del proceso de conquista de las libertades.
Atocha ha sido un espejo que quemaba a muchos políticos. Alejandro Ruiz-Huerta, sobreviviente de los atentados de Atocha, tituló su libro, escrito 25 años después de los hechos, La memoria incómoda. Señalaba que era “un título acaso inquietante, pero que es referencia de todo lo que significaron aquellos hechos en el umbral de la transición”. En el epílogo señalaba: “25 años después podemos decir que hemos pasado de la memoria silenciada a la memoria germinada”. Parece que así ha sido, pero hay que seguir regando estos brotes que van germinando para que no vuelvan a quedar relegados al silencio y al olvido.
La memoria es un compromiso ético. Hay que reivindicar el uso público de la historia, que diría Jürgen Habermas, para devolver la memoria histórica a los escenarios de la vida social, y uno de ellos es la escuela. Por ello nos metimos con el tema de Atocha en las aulas. Junto con mi amigo Javier Soria, realizamos una experiencia con motivo del 30 aniversario con el alumnado de 4º de ESO del instituto Salvador Allende de Fuenlabrada. Investigamos lo sucedido, proyectamos “Siete días de enero”, de Juan Antonio Bardem, recorrimos los lugares de los hechos (Atocha 55, El abrazo de Juan Genovés en Antón Martín, Sindicato vertical, Salesas, Fundación Abogados de Atocha). El colofón fue un encuentro con Alejandro Ruiz-Huerta y la elaboración un vídeo de 50 minutos, que aún sigo usando para tratar nuestra Historia reciente. Abordamos la transición acercándonos a los hechos con objetividad, que no con neutralidad, para formar ciudadanos conscientes, críticos y comprometidos con la mejora de su sociedad, no mera mano de obra para el mercado. También organizamos un curso de formación sobre memoria histórica con otros institutos de Fuenlabrada en el que íbamos a presentar la experiencia. Pero fue prohibido por el gobierno de Esperanza Aguirre.
Esta prohibición fue una auténtica vergüenza que nos obligó a realizar el curso al margen de la administración educativa. Y un ejemplo más de las resistencias de la derecha a esta cuestión. Son numerosos los incumplimientos de la Ley de Memoria Histórica e incluso la burla a los familiares de las víctimas, como hizo el desvergonzado Rafael Hernando. Lo más reciente es la negativa del alcalde del PP de Casasimarro (Cuenca) a colocar una placa en un parque con el nombre de una de las víctimas de Atocha, Ángel Rodríguez Leal, natural del pueblo. Su argumento no puede ser más peregrino: “No herir sensibilidades”. Es lo que he dado en llamar el negacionismo del Partido Popular.
Estas resistencias reflejan la textura moral de la derecha. Lo que dijo Juan Gelman al recibir el premio Cervantes sintetiza lo que significa su actitud: “Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido ciudadano (…) Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”. Gelman sabía bien de lo que hablaba, pues su hija, su hijo y su nuera fueron secuestrados y asesinados por la dictadura argentina, y tuvo la suerte de recuperar una nieta robada. De ahí su empeño, como el de muchos, en defender que la memoria es una forma inevitable de justicia.
Fuente: http://www.cuartopoder.es/laespumaylamarea/2017/01/18/1796/1796
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