Cándido Marquesán Millán | Nueva Tribuna
Todavía persiste en no pocos españoles, no sé cuántos, la idea de Franco, como ejemplo de patriotismo. Así lo expresó Juan Carlos I en su discurso de proclamación como Rey de 22 de noviembre de 1975: “Una figura excepcional entra en la Historia, con respeto y gratitud quiero recordar su figura. Es de pueblos grandes y nobles saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y estadista ha consagrado toda su vida a su servicio”. De tal discurso el Monarca emérito nunca se ha retractado.
Tantos años de dictadura impusieron el discurso de que el régimen de Franco fue una dictadura benevolente o dictablanda que proporcionó a los españoles unos niveles considerables de riqueza y bienestar, por lo que deberíamos estar los españoles profundamente agradecidos. Los diferentes gobiernos de nuestra incompleta y averiada democracia tampoco han hecho mucho esfuerzo en corregirlo. Sirvan varios ejemplos contundentes.
La redacción de la entrada “Franco” del Diccionario Biográfico Español publicado en 2011 por la Real Academia de la Historia, y, por ello, financiado con fondos públicos. Como señala José Luis Ledesma, la biografía muestra un vergonzoso tono apologético, ya que omite su carácter extremadamente antidemocrático, los sangrientos orígenes de su régimen, y en un auténtico atentado a la verdad histórica no usa los términos de dictadura, dictador o represión.
O la autorización y financiación con fondos públicos de la Fundación Nacional Francisco Franco con el objetivo de difundir y promover el estudio y conocimiento sobre la vida, el pensamiento, el legado y la obra de Francisco Franco Bahamonde, en su dimensión humana, militar y política, así como sobre las realizaciones de los años de su mandato como Jefe del Estado Español, Capitán General y Generalísimo de los Ejércitos. E incluso organiza homenajes al Dictador.
Todavía permanece el monumento del Valle de los Caídos, con los restos del dictador, la única persona enterrada en el mausoleo que no murió a consecuencia de la guerra. Contiene los restos de más de treinta y tres mil víctimas de la guerra civil, pero la tumba de Franco en el centro de la basílica, en el altar, contradice la idea de que este monumento se erigiese como homenaje a los que murieron en la guerra. Todavía hoy está adornada con flores frescas, como la de José Antonio Primo de Rivera. Estas circunstancias dejan atónitos a muchos visitantes, especialmente extranjeros, y a las nuevas generaciones de españoles, que se cuestionan por qué se le proporciona semejante homenaje y consideración.
Mas, todo tiene un porqué. Lo explican muy bien Paloma Aguilar y Leigh A. Payne en un extraordinario libro, de enero de 2018, El resurgir del pasado en España. Los lamentables hechos expuestos en las líneas precedentes e injustificables en una democracia moderna, son sobre todo consecuencia de una Transición basada, no en la justicia y la verdad, sino en el olvido y en el silencio de la dictadura y la guerra civil. Se impuso la retórica de que todos fuimos culpables, que en ambos lados se cometieron todo tipo de atrocidades. Este discurso está viciado en muchos aspectos. Uno de ellos, en fijarse solo en la guerra civil y no en la represión de los 40 años de dictadura. Igualmente se omite que uno de los bandos fue el responsable de haber derribado a través de un golpe un régimen elegido democráticamente, aunque tuviera defectos y debilidades como muchas democracias jóvenes. En cuanto a la represión de ambos lados no hay distinción, cuando si la hay tanto cuantitativamente como cualitativamente. Azaña expuso claramente la diferencia de la represión en ambos lados en 1937 en La Velada de Benicarló: “Con una diferencia importante. En esta zona, las atrocidades cometidas en represalia de la sublevación, o aprovechándola para venganzas innobles, ocurrían a pesar del Gobierno, inerme e impotente, como nadie ignora, a causa de la rebelión misma. En la España dominada por los rebeldes y los extranjeros, los crímenes, parte de un plan político de regeneración nacional, se cometían y se cometen con aprobación de las autoridades.” Ese plan, auténtico genocidio, lo expusieron y lo aplicaron sin concesiones Franco, Queipo de Llano, Molaen diferentes ocasiones. Se habla de “pacto de sangre” ‘matanza fundacional del franquismo’. Según Stanley Payne, a Franco le pareció oportuno no sofocar la sed de venganza de sus seguidores, ya que ella suponía un factor unificador del movimiento rebelde. Además de eliminar a los enemigos del nuevo régimen y, al conseguir la participación de muchos nacionales en esta truculenta orgía, los unió de una manera irreversible. Payne incluso la califica “asociación de carniceros”. Según Francisco Espinosa, la sangre derramada de la represión supuso la verdadera argamasa sobre la que se construyó la dictadura y también una de las principales causas de su larga duración. Había muchos verdugos con mucho que perder si el silencio se rompía. Y era tal la conciencia que se tenía de lo ocurrido que una de las primeras medidas que se tomaron fue la ley de punto final de 1977.
Se impuso, pues, una determinada versión del pasado, camuflada de consenso. La difundida idea de que el olvido era la única vía para avanzar sin violencia ni traumatismo hacia la democracia, bloqueó cualquier cuestionamiento de este relato. Sin voluntad política, España no condenó de una manera categórica la dictadura, ni denunció oficialmente todo el aparato represivo, ni el reconocimiento de las fechorías cometidas con las víctimas del franquismo.
En la Transición no hubo consenso, sino imposición de determinados planteamientos de los moderados del régimen franquista a la oposición democrática. Por ello, no se podían exigir responsabilidades penales a los victimarios franquistas. De ahí la Ley de Amnistía de 1977 y la inexistencia de una Comisión de la Verdad, como se ha hecho en otros procesos de transición de una dictadura a una democracia. Lo que no quita que hubiera críticas al diseño de nuestra Transición, ya en 1981 José Vidal Beneyto afirmaba que “Todos sabemos que la democracia que nos gobierna ha sido edificada sobre la losa que sepulta nuestra memoria colectiva”. Losa que la generación de los nietos y las distintas Asociaciones de la Memoria Histórica a partir de mitad de los años 90 han comenzado con muchas dificultades a levantarla, sin que haya habido un compromiso por parte de los diferentes gobiernos.
La declaración del Parlamento de 2002, en el 25 aniversario de las primeras elecciones democráticas que acabó denunciando la represión franquista, pedía a toda la sociedad de nuevo evitar iniciativas que reavivasen viejas heridas o remover el rescoldo de la guerra civil. Supuso un avance en cuanto a cuestionamiento de ese pacto de olvido, la Ley de la Memoria Histórica de 2007, aunque se quedó corta en algunos aspectos. No atribuye al estado la obligación de esclarecer la verdad del pasado. La tienen que hacer los historiadores a nivel particular. Encomienda la búsqueda de los restos a las asociaciones de las víctimas, sin darles recursos suficientes. Con la llegada al gobierno del PP en 2011 las ayudas se congelaron totalmente. Además la ley declara ilegítimos e injustos los juicios políticos de la dictadura, pero no declara la anulación de las sentencias, lo que imposibilita la restitución de los bienes expoliados a las víctimas.
Mas, la realidad en abril de 2018 es la que es. Más de 100.000 cuerpos asesinados por la dictadura reposan todavía, muchos en lugares desconocidos. ¿Y con esto podemos llamar democracia a nuestro sistema político actual? Y sin que se divise un cambio sustancial en el futuro más próximo, tal como refleja el siguiente dato, expuesto en el libro ya citado de Paloma Aguilar y Leigh A. Payne. Jordi Evolé, en una entrevista al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le preguntó: “¿Le parece de sentido común que en 2016 miles de españoles todavía no sepan dónde están enterrados sus abuelos?” La repuesta de Rajoy: “A mí me gustaría que todo el mundo supiera dónde están enterrados sus abuelos, pero no, no tengo claro que sea cierto eso que usted dice, ni que pueda hacer nada el Gobierno para arreglarlo”. Y añadió: “Lo que me parece más de sentido común es que intentemos que esas cosas no se vuelvan a repetir en el futuro y no estar dándole vueltas de una manera continuada al pasado”.
Retorno a la figura del Funeralísimo, que todos los españoles de bien deberíamos conocer, y si así fuera, es probable que la sociedad fuera más solidaria y receptiva ante la injusticia todavía no saldada, con muchas víctimas del franquismo. Saldar esta deuda a muchos españoles les resulta irrelevante. Para conocer la catadura moral de este personaje de nuestra historia, que envilece a la especia humana, es encomiable el trabajo de algunos historiadores comprometidos, entre otros, Julián Casanova, Paul Preston, Paloma Aguilar, Francisco Espinosa y Ángel Viñas. A algunos libros de este último me referiré a continuación.
En el 2015, Viñas, publicó La otra cara del caudillo. Mitos y realidades en la biografía de Franco –libro del que ya hablé en un artículo anterior en este mismo periódico- donde desmitifica la idea del gran patriota, al señalar que entró en guerra sin un duro, pero al acabarla tenía una fortuna de 32 millones de pesetas, unos 388 millones de euros de hoy. En cuanto a su procedencia es variada: un regalo de 600 toneladas de café del dictador brasileño Getúlio Vargas para el pueblo español, vendido por un total de 7,5 millones de pesetas, acabó en su cuenta corriente; igualmente que donaciones realizadas a su bando, como una de 100.000 pesetas del 23 de octubre de 1936; y traspasos mensuales de 10.000 pesetas desde Telefónica. Todo esto lo consideró botín de guerra para cubrirse las espaldas ante un futuro incierto. Al acabar la guerra y sentirse seguro, empezó a invertir, cuando muchos españoles pasaban hambre. ¡Vaya patriota!
En 2016 otro libro de Viñas, de título muy explícito, Sobornos. De cómo Churchill y March compraron a los generales de Franco, donde destroza otro, uno más, de los mitos sobre Franco. A saber, que fue el único hombre de Estado que, virilmente, se atrevió a decir «No» al entonces dueño de Europa, Adolf Hitler. Que con ello demostró ser el clarividente hombre de Estado que nos salvó de participar en una nueva guerra, la II Guerra Mundial. Que fue un estratega genial, un «hombre providencial de hábil prudencia y sagacidad galaica», que, además –ironiza Viñas– «escapó al cerco internacional y, con no menos mano izquierda, consiguió el abrazo estadounidense, como centinela para la defensa de Occidente frente a la amenaza bolchevique». Aún hay hasta quien dice –como el profesor Luis Suárez Fernández– que Franco no se unió a Hitler porque un caudillo católico nunca haría migas con un führer neopagano. Lo que Viñas demuestra –gracias a que en 2013 Reino Unido desclasificó ciertos documentos– continuando con la investigación, es que, si Franco no cedió a entrar en guerra, fue porque Churchill y el banquero Juan March compraron a sus generales, entre otros, Kindelán, Orgaz, Aranda y a su hermano, Nicolás Franco. Los ingleses presionaron a España; desplegaron al servicio secreto de inteligencia y se lanzaron a sobre limpio sobre militares y políticos de confianza de Franco para influirle. Viñas dinamita tópicos. Como el encuentro entre Franco y Hitler en Hendaya. Como cuando explica que los generales franquistas querían que Ramón Serrano Suñer «tuviera un accidente» porque apoyaba la alianza con Hitler. Hago un inciso, que a alguno le habrá pasado desapercibido que tal obra es fundamentalmente producto de que en 2013 Reino Unido desclasificase ciertos documentos. En cambio, aquí, en esta España nuestra, el Gobierno mantiene bloqueadas dos iniciativas relevantes para acabar con un oscurantismo impropio de un país democrático: la desclasificación de los 10.000 documentos de Defensa que Carme Chacón prometió desvelar al terminar su etapa como ministra del ramo y, más recientemente, a través del PP y con ayuda de Ciudadanos, la reforma de la ley de Secretos Oficiales planteada por el PNV en noviembre del 2016. Pero ese veto no solo afecta a Defensa, también a Asuntos Exteriores e Interior. No obstante, el pasado marzo, con la aprobación de los Presupuestos por parte del Gobierno como telón de fondo y con la necesidad de atraerse al PNV para sacarlos en el Congreso de los Diputados, el PP ha facilitado en la Mesa el desbloqueo de la reforma de la ley de secretos oficiales impulsada por el Grupo Vasco.
Para la profesora de la UCM, Mirta Núñez Díaz-Balart, «La situación es tremenda». Y se admira por la agilidad con que Estados Unidos desclasifica información delicada «relativamente reciente». Su ejemplo para España, lo que llama «los muertos providenciales»: los generales Sanjurjo y Mola, más Ramón Franco, los tres, muertos en accidentes aéreos. «¿Es casualidad que desaparecieran así los principales competidores de Franco? No podemos investigarlo, no podemos saberlo».
Gracias al libro de Sobornos, podemos saber hoy más (o quizá solo algo) sobre el origen de muchas fortunas ilustres de España, lo que me sirve para sospechar que la hostilidad contra la Memoria, quizá no tenga tanto que ver con los innumerables asesinatos de Franco, como de sus robos y expolios. Como dice, Antonio Cazorla, catedrático de Historia Contemporánea de Europa en la Universidad de Trent de Canadá, y autor de otro libro Franco, biografía del mito: «Pues ya se sabe que los hombres pasan y las piedras, erigidas con billetes robados, quedan. A lo mejor también, cuando algunos nos dicen que miremos a Paracuellos del Jarama y nos callemos, lo único que buscan es que nuestros ojos no se fijen demasiado en sus rascacielos de la Castellana o en las fincas de caza en Extremadura». O en la fortuna del turolense Demetrio Carceller.
De 2018 otro más de Viñas, El primer asesinato de Franco. La muerte del general Balmes y el inicio de la sublevación, donde junto con dos reputados expertos, uno en anatomía patológica, Miguel Ull, y otro en aeronáutica, Cecilio Yusta, demuestra que el general Balmes, comandante militar de Las Palmas, no murió de accidente, como sostiene la versión oficial, sino asesinado por orden de Franco –entonces comandante general de Canarias– el 16 de julio de 1936, en vísperas de la sublevación militar.
Cándido Marquesán Millán. Profesor de secundaria. Zaragoza
Fuente: Nueva Tribuna
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