A los que andan encantados con el debate académico sobre el populismo les recomendaría modestamente que introdujeran el debate sobre el fascismo. Para llegar a alcanzar el poder, en los años 30 o ahora, se necesita el apoyo financiero y político de importantes fracciones del capital. Su objetivo no es sólo atomizar a la clase trabajadora, sino también provocar el desaliento y la resignación de la masa de currantes. He llegado a leer que contra Trump sólo Sanders podría haber ganado, si el Partido Demócrata lo hubiera nominado candidato, como si alguien que se autodenomina socialista y que no quiere saber nada de los lobbies corporativos hubiera podido tener el apoyo necesario para ganar. Démosle la vuelta: el sistema necesita ahora a los Trump para poder parar a los Sanders, como se usó a los Hitler, Mussolini o Franco para poder parar y cercenar al movimiento obrero y democrático.
Una de las cosas buenas del debate sobre el populismo es que, buscando explicaciones, hay quien mira a la degradación de las condiciones de vida y de trabajo del pueblo. La rabia de las capas populares hacia la política ha sido alimentada por el cinismo en el ejercicio del poder; es decir, por las promesas incumplidas, por las traiciones programáticas, por la distancia entre la realidad que describen los que ocupan las instituciones y la que se vive en los barrios, en los tajos y en los hogares de la clase trabajadora. Cuando en mayo de 2010 Zapatero se arrodilló ante Merkel y la troika, creció el desencanto. Cuando en mayo de 2011 se ocuparon las plazas al grito de “No nos representan”, se expresó el desencanto. El 15M, en el que las expectativas frustradas de las llamadas capas medias jugaron un papel transcendental, ha tenido una derivada de esperanza con su continuidad en expresiones de poder popular y de resistencia social en los que la solidaridad de clase y el apoyo mutuo, frente a la dinámica individualista del neoliberalismo, se han puesto en práctica.
De alguna manera, cuando miramos a los-países-de-nuestro-entorno, nos damos cuenta de la excepción española en el panorama político. Es cierto que un buen porcentaje de las capas populares han votado al PP, al PSOE e incluso a Ciudadanos, pero también es cierto que la expresión política de la rabia a través de opciones superadoras del régimen del 78 en un sentido progresivo, no reaccionario, como ha sido Unidos Podemos, ha obtenido un respaldo que es reconocido como una esperanza de cambio y transformación dentro y fuera de España. Y aunque de momento parece que se ha cerrado el ciclo electoral, estamos muy lejos de haber vuelto a la “normalidad”.
Los debates internos que afronta la izquierda rupturista no son tan nuevos. Una fuerza política anti-sistema, que a su vez utiliza la institucionalidad más o menos democrática que el sistema establece, tiene una lógica fuente de contradicciones. La división entre bolcheviques y mencheviques provino de esa lógica. La escisión por la derecha que IU tuvo al confrontar con Maastricht (la madre de todos los tratados) provino de esa lógica. Por lo tanto, el peligro de caer en el institucionalismo para las fuerzas que concurrimos electoralmente bajo el paraguas de Unidos Podemos existe. Es el peligro de asumir las normas trucadas del sistema como inmutables.
Las instituciones y sus normas de funcionamiento pueden absorber las energías de los que antes eran activistas sociales. Y a las pruebas me remito: miren cómo nació y se desarrolló la propia Izquierda Unida hasta hoy. Los parlamentos deben ser tribuna, y el BOE, trinchera, pero no la única. Hemos vivido durante este ciclo electoral un espejismo. Hemos creído que para llenar las urnas de votos bastaba con ocupar los platós, ser trending topic o tener un buen gabinete lleno de comunicólogos y community managers para acertar en el discurso con significantes vacíos.
Todo proyecto rupturista que se precie no puede aspirar tan sólo a competir en la arena electoral, con sus reglas condicionadas. Se debe aspirar, como condición lógica y necesaria de la ruptura, a disputar no el voto, sino la complicidad de la gran masa de cabreados y cabreadas con las instituciones, a dirigir nuestra acción a la visibilización política de las capas populares hastiadas de la política. Creo que en el debate sobre cómo hacerlo hay que introducir el papel de la desobediencia civil e institucional. La desobediencia puede ser un arma muy poderosa. No hubiera habido revolución soviética si los soldados no hubieran desobedecido las órdenes de sus mandos. Pero no es fácil desobedecer. El corsé que las instituciones de la Unión Europea imponen a las políticas nacionales, regionales y locales hace muy difícil desobedecer. Estos días vemos cómo el Ayuntamiento de Madrid es amenazado por Montoro al incumplir el techo de gasto para los próximos presupuestos. Tsipras no fue capaz de desobedecer, o no pudo, que para el caso es lo mismo. Y eso que el pueblo griego, a través de un referéndum, acababa de hacerle un buen corte de mangas a la troika.
Un último ejemplo, que tiene que ver con la fortaleza social para la ruptura democrática: cuando la Consejería de Fomento y Vivienda de la Junta de Andalucía, con la comunista Elena Cortés a la cabeza, puso en marcha la ley de función social de la vivienda el sistema se echó encima de dos maneras. La primera a través de los medios de comunicación; la ley vulneraba el principio sacrosanto sobre el que se asienta la democracia: la propiedad privada, y esa gran verdad se entonaba con tonos apocalípticos en la emisora de los obispos o en las páginas de los diarios monárquicos. La segunda fue a través de la arquitectura institucional, con el recurso del gobierno de Rajoy al Tribunal Constitucional, que finalmente tumbó la expropiación de uso de la vivienda porque, por lo visto, se ponía en riesgo la estabilidad financiera del Estado español. Pero cuando el PP ganó el recurso, no hubo movilización de la sociedad civil organizada en señal de presión o protesta. ¿Por qué? Buena pregunta.
Intentando responder a esa pregunta, y a otras que se parecen, estamos. Miramos la realidad y al hacerlo hay que preguntarse a qué se debe la distancia entre la realidad y el deseo. Y las respuestas suelen desembocar en la necesidad de construir un bloque social alternativo. Tampoco es nueva la intención. Fue a Julio Anguita al primero que se lo oí. Encauzar la rabia a través de la propuesta, y la propuesta desde la movilización. Hacernos fuertes en los barrios, establecer alianzas desde abajo con propuestas concretas: disputar la hegemonía. Pero eso no se hace con comisiones de expertos, sino implicando en la solución de los problemas y contradicciones del capitalismo a las propias víctimas del mismo. La salida cesarista, que promueve entregar el mando a un salvador que nos solucione los problemas, es la antítesis de entregar el poder al pueblo. Los liderazgos se decantan, no se diseñan.
Quizá cuando hablamos y debatimos sobre la confluencia deberíamos quitarnos por un momento de la cabeza la necesidad de sumar votos, y es que quizás ponemos el carro delante de los bueyes. El proyecto de un bloque social alternativo necesita más cómplices que soldados. Tejer complicidades no puede hacerse meramente desde las redes sociales o desde el liderazgo personal sino, y sobre todo, desde la coherencia unitaria en defensa de un programa que sea expresión de la alianza entre distintos sectores de clase, una coherencia que pasa, desde el activismo diario y ejemplar, por huir tanto de la marginalidad del sectarismo como del entreguismo por imperativo legal. Si llegamos a la conclusión de que es necesaria una ruptura democrática con el régimen del 78, ello se debe apoyar en un programa concreto, que tenga que ver con la política de la vida cotidiana y que sea capaz de tejer alianzas de clase.
Convocatoria por Andalucía, impulsada por el PCA en 1984, supuso un vuelco en las formas tradicionales de hacer política para luego ir derivando (o degradando), progresivamente, en la forma partido tradicional como mediador con la sociedad civil organizada y con las instituciones. La amenaza institucionalista se encarnó en las debilidades de Izquierda Unida como movimiento social y en sus defectos como partido político. Es necesario pasar página, que no es lo mismo que arrancar páginas. El adanismo consiste en creer que los problemas que enfrentamos hoy no tienen que ver con el pasado, que no es posible aprender de los errores y de los aciertos de otros movimientos en otros momentos históricos.
En la pasada Asamblea Federal de IU, además de renovar profundamente la dirección, se apostó por construir un movimiento político y social que desbordase a la propia IU. Por ello resulta preocupante que Unidos Podemos se haya registrado como partido político. Los comunistas españoles llevamos tiempo diciendo que la forma partido tradicional no es una herramienta adecuada para la confluencia. La pluralidad de tendencias políticas, sociales o ideológicas tras un programa común, con la flexibilidad adecuada para combinar el activismo social, la elaboración colectiva y la movilización, requiere de un movimiento político y social, no de un partido. Los y las comunistas queremos estar presentes, sin intermediarios, en la construcción de ese bloque.
Creo que en Andalucía se dan las condiciones para impulsar con audacia la construcción de un espacio político y social de carácter rupturista. Y creo que el momento es ahora. Si el nombre es «la marea andaluza» o «nueva convocatoria por Andalucía», me da igual. Lo importante es que no pensemos que esto se construye con una mera firma en una mesa camilla entre los dirigentes de IU-CA, Podemos y Equo. Estas organizaciones deben lanzar una iniciativa para que el populismo fascistoide no sea quien encauce la rabia que el pueblo andaluz siente. Es hora de creernos y hacer creer que la ruptura democrática es necesaria y más que posible.
Convoquemos ya a las víctimas de la crisis para la elaboración colectiva de un programa, a través de comisiones locales, de barrio o de sector. Hagamos que activistas, militantes y simpatizantes que han trabajado juntas en la pasada campaña electoral sigan encontrándose. Y sobre todo convoquemos a los y las que aún no se han incorporado a la actividad política o ni siquiera han votado. Construyamos un espacio que, como IU en sus orígenes, no tenga ideología, sino un programa. Alimentemos las complicidades en torno a ese programa. Alimentemos el conflicto social y la movilización desde ese programa. Construyamos una alternativa de gobierno.
El proyecto de convergencia en un bloque político y social para España pasa necesariamente por lo que seamos capaces de construir en Andalucía. El Estado federal que propugnamos lo será en la medida en que Andalucía juegue un papel protagonista, alejado del españolismo de Susana Díaz, y evite que el PP recoja la rabia contra el régimen del PSOE andaluz.
En definitiva, un llamamiento de la fuerzas políticas que cuente con las fuerzas sociales, con las candidaturas ciudadanistas municipales, con las radios, webs y medios de comunicación comunitarios y alternativos, con las redes culturales apartadas del mercantilismo del arte y la cultura… Con todo el que quiera sentarse a pensar en un programa alternativo que hable de los problemas del pueblo trabajador, que actúe para defenderlo en la calle y las instituciones, que respete la pluralidad de los agentes del cambio y respete su autonomía y su identidad.
Generemos una ilusión tras un proyecto de vida en común. Vida en común. ¿Una utopía? Sí. Yo lo llamo comunismo. Pero el caso es que, persiguiendo mi utopía, me encuentro con gente que, persiguiendo la suya, comparte mi camino.
José Manuel Mariscal Cifuentes es secretario general del Partido Comunista de Andalucía (PCA)
¿Llegado el caso un pelotón de soldados salvará a la Constitución (y a los españoles)? El Estado Mayor ya ha…